La depresión afecta en España a una de cada diez personas a lo largo de su vida, es la tercera causa de discapacidad y está detrás de una la gran parte de los suicidios. Sólo en nuestro país ocasiona gastos anuales superiores a 10.000 millones de euros. No ocupa titulares ni aparece en los debates políticos. Hoy en día no existe en nuestro país un plan estratégico específico para combatirla ni presupuesto para su prevención.
El coste para la sociedad es superior al 1% de nuestro PIB, causa miles de muertes anuales y un sufrimiento inconmensurable, pero nadie habla de ella. Bien sea por vergüenza o por miedo a la incomprensión, su diagnóstico se oculta en el trabajo, incluso a los familiares y amigos. Todavía hay quienes creen que se trata de algún tipo de debilidad personal o defecto. Incluso entre los profesionales sanitarios se identifica aún la depresión con la tristeza. Pero la depresión clínica, el trastorno depresivo mayor, no es estar triste, no es una debilidad ni una forma de ser sino una enfermedad. Y es cada vez más frecuente.
Bajo el nombre de depresión la medicina entiende en realidad un síndrome, un conjunto de síntomas al que se puede llegar por muy diversos caminos. Algo está sucediendo para que cada vez más personas caigan en él. Hay diferentes factores que explican la proporción epidémica que está alcanzando: el envejecimiento de la población, los entornos laborales cada vez más estresantes o incluso la exposición continuada a luz artificial son algunas posibles causas. Pero frente a esto, hay otra circunstancia que colabora en la alarmante situación en la que nos encontramos y es la inacción. A veces no parece que nuestras autoridades sanitarias tengan una percepción del riesgo proporcional a la magnitud del problema. En otras ocasiones se cree que no tenemos herramientas para cambiar esta situación. Es otro de los estigmas de la enfermedad mental: la falsa creencia de que no hay solución.
Pero al contrario, se puede hacer y mucho. Gracias a los avances en el conocimiento del cerebro existen hoy tratamientos de gran eficacia. Aún más importante, la información que tenemos acerca de las causas y los factores de riesgo de la depresión nos permiten en estos momentos desplegar estrategias preventivas.
Sin embargo este nuevo conocimiento no parece alcanzar al ritmo adecuado nuestras políticas sanitarias. En el 2016 seguimos anclados en antiguos paradigmas. Es habitual escuchar cómo en la depresión falta serotonina o hay algún desequilibrio en los neurotransmisores, explicaciones simplistas que han sido superadas hace tiempo. Todavía sigue latente la idea precientífica de entender esta enfermedad como un defecto de la fuerza de la voluntad, el final ineludible que una persona frágil tiene ante una sociedad implacable como la nuestra. Eso mismo se pensaba de la tuberculosis hace un siglo, otra enfermedad de los débiles de espíritu. Y aunque en 1882 Koch descubrió la bacteria que la causaba, tuvieron que pasar muchas décadas para desprender a la tuberculosis de todas las connotaciones moralistas que la rodeaban. Esperemos que en el caso de la depresión la lucidez llegue antes.
Pese a todo, estamos en un nuevo tiempo. La gente sigue diciendo que apenas sabemos cómo funciona el cerebro, pero no es verdad. Ya no. La neurociencia está cambiando completamente el tablero de juego, hemos avanzado más en el conocimiento del sistema nervioso y la depresión en la última década que en los cien últimos años. El concepto mismo de esta enfermedad es distinto. Hoy podemos explicar el síndrome depresivo como el resultado del desgaste de algunas zonas del cerebro, incluso podemos medir ese desgaste al microscopio. Y sí, como ya era conocido, el estrés y las dificultades vitales son algunos de los factores que determinan su aparición. Lo hacen generando una actividad excesiva en las neuronas que las debilita hasta que no pueden recuperarse.
Es natural que los seres humanos perdamos neuronas y conexiones nerviosas a lo largo de toda la vida. Para compensar esta pérdida, cada día nacen nuevas neuronas que las reemplazan (un hecho comprobado que era impensable hace no mucho). Entre las neuronas que mueren y las que nacen para rellenar esos huecos existe un equilibrio.
La falta de sueño, el exceso de trabajo, fuentes de estrés crónico o el consumo de alcohol aumentan el desgaste del cerebro y por lo tanto la muerte neuronal, esto hace que el cerebro no pueda regenerarse al ritmo adecuado. Hay también otras condiciones que actúan disminuyendo la capacidad de reparación, como la edad avanzada o problemas hormonales. Al final el resultado es el mismo.
La depresión se encuentra en esta encrucijada entre un mayor desgaste y una recuperación insuficiente, produciendo una disminución neta de las conexiones neuronales en áreas específicas. Antes pensábamos que los antidepresivos mejoraban la depresión por los cambios que producían en los neurotransmisores, pero su eficacia se correlaciona en realidad con un aumento masivo en el nacimiento de nuevas neuronas. Este aumento de la natalidad neuronal reequilibra progresivamente nuestra “balanza de pagos” y los síntomas desaparecen.
La depresión mayor es una bancarrota de este balance. Aunque los síntomas de la enfermedad establecida son similares, las causas para llegar allí son muchas y confluyentes. Hay personas predispuestas genéticamente que tendrán una menor tasa de regeneración neuronal, otras simplemente duermen mal y no permiten a su cerebro recuperarse para la actividad del día siguiente. Los ancianos son más vulnerables porque sus mecanismos de reparación funcionan peor. Las hormonas tienen un papel determinante, probablemente por eso las mujeres doblan la tasa de depresión frente a los hombres. Hay además muchas enfermedades y condiciones que influyen en este equilibrio como los problemas nutricionales o algunos tipos de tumores.
Esta forma nueva de entender la depresión explica mucha causas ambientales que ya sospechábamos, da unidad y sentido a las enfermedades de la regulación emocional, pero sobre todo pone sobre la mesa la oportunidad de prevenir la depresión. Se ha calculado que cada euro usado en el tratamiento y la prevención de esta enfermedad ahorraría cuatro a la sociedad en gasto sanitario directo y gastos indirectos. Prevenir la depresión es una inversión muy rentable.
La pregunta es por qué no se está haciendo. Sí que existen planes preventivos para algunos problemas relacionados como el suicidio. Pero a eso se le llama en medicina prevención terciaria: evitar las complicaciones de una enfermedad ya existente. Prevenir la aparición de la depresión antes de que aparezca, la prevención primaria, debería ser un objetivo prioritario de la salud pública.
No quiero decir que sea fácil llevarlo a la práctica. La misma naturaleza de la enfermedad es un obstáculo. Los pacientes depresivos no suelen quejarse, no piden mejores tratamientos ni que se luche contra su enfermedad, es complicado hacerlo cuando no se tiene energía ni para vestirse. El estigma, las dificultades para entender la naturaleza del problema y el gran desconocimiento de la propia sociedad acerca de la salud mental no ayuda a que nuestros políticos se preocupen especialmente y estudien qué medidas podrían tomarse.
Tampoco los psiquiatras y los psicólogos estamos muchas veces a la altura del problema. Un tercio de los pacientes nunca serán diagnosticados, por lo que difícilmente recibirán ayuda. Aunque sea así, nuestras intervenciones no son siempre las correctas. Los comités de expertos redactan regularmente guías clínicas con las recomendaciones para el tratamiento de la depresión según la evidencia científica disponible. Pues bien, en nuestro país sólo el 23 % de los profesionales de atención primaria siguen estás guías. En atención especializada la cifra apenas mejora, llegando a un 47%. Eso significa que la mitad de los especialistas en salud mental no seguimos las recomendaciones actualizadas de tratamiento.
Es hora de que las instituciones garanticen acciones concretas y efectivas para la depresión y los trastornos afectivos en el ámbito de la salud pública. Es necesario que todos nosotros, seamos políticos, profesionales sanitarios, pacientes o futuros pacientes nos preocupemos por lo que está sucediendo en nuestro país con la depresión. Actuar sobre los factores de riesgo, mejorar la formación de los profesionales, aumentar la detección de casos e informar adecuadamente a la sociedad acerca de esta enfermedad son las asignaturas pendientes de una política de salud pública claramente insuficiente. Hay que hablar de la depresión.