(Continuación de la serie Viejo siglo XX, viejos años 20)
Al menos en Barcelona, pero también en otras ciudades, como Zaragoza, la guerra -verdadero conflicto bélico- entre patronos y obreros alcanzaba cotas preocupantes. En la primera de estas ciudades era suspendido el periódico Solidaridad Obrera como consecuencia del frustrado atentado contra el presidente de la patronal, señor Graupera, que, sin embargo, no mata al gran patrono pero produce una víctima mortal y tres heridos graves. También se clausuraron los sindicatos obreros. Por su parte en la capital aragonesa, un grupo anarquista asaltaba el cuartel del Carmen, produciéndose algunas víctimas mortales. Pero no era solo en España ya que, por las mismas fechas, en Estados Unidos, son detenidos y encarcelados 4.500 extremistas de izquierdas, según decisión del Secretario de Justicia, Palmer.
Pero frente a esa cara siniestra y triste -la década ha empezado muy mal a nivel mundial: Alemania sufre el aplastamiento económico por parte de los vencedores de la Gran Guerra, al aplicársele el Tratado de Versalles del año anterior-, en paralelo, la vida ofrece a los españoles otra faz en los antípodas: la del mundo del cuplé y la irrupción de los nuevos ritmos musicales (pero incluso aquí se “cuelan” en las letras estos ambientes turbios, véase un cuplé titulado El “lock-out”).
El menospreciado género -llamado a veces ínfimo- por parte de los exquisitos goza, sin embargo, del beneplácito de la gente, para la que compositores, autores e intérpretes no dejan de firmar partituras que “dicen” atractivas y un poco locas cupletistas de muy variado pelaje y calidad. Una muestra mínima de temas de aquellos momentos puede ser la siguiente (título e intérprete): El arte del cuplé: Argentinita. Las caramellas: Pilar Alonso. El relicario: Raquel Meller. El “lock-out”: Preciosilla. Pobre chica: Amalia de Isaura, etc. Pero el auténtico éxito de aquel principio de año, y de muchos años, iba a ser el luego celebérrimo Nena, de Puche y Zamacois que, aunque luego lo cantaran muchas otras intérpretes, lo estrenó la jienense Salud Ruiz:
I
Juró amarme un hombre
sin miedo a la muerte.
Sus negros ojazos
en mi alma clavó.
–Tu amor es mi sino,
tu amor es mi suerte;
tu amor es mi vida,
me dijo, y juró,
Llegar me juró en su querer
más allá del dolor y el placer.
Y loca a la hermosa
promesa del hombre
fui yo una mujer.
(………)
Pero, como decimos, las novedades del mundo del espectáculo -como las revueltas y las violencias políticas- llegaban a todas partes. Abría surcos en el mar la proa de unos Estados Unidos con un panorama envidiable musical, que, a corto plazo, iba a encumbrar a nombres míticos como, sin ir más lejos, un Cole Porter, a la sazón sencillamente un derrochador compulsivo que, estando en Venecia, decidió dar una gran fiesta, para la que alquiló el Palacio Rezzonico (200 habitaciones), y para acceder a él compró una góndola con la que trasladar a sus invitados al citado palacio, pero antes, utilizaría la misma góndola -y otras satélites de ésta- como insólita “boite” nocturna, navegando sobre los canales portando a una partida de locos. Porter, por cierto, no fue el único ya que, otros yanquis y procedentes de otros lugares, apostarían y contribuirían a poner de moda, de nuevo, en este año de 1920, a la capital del Véneto.
Que el mundo se encaminaba a la locura (palabra ya siempre pegada a la década) no solo se manifestaba en la política y el espectáculo, sino en obras “literarias” inclasificables como, un ejemplo, unos inefables Chascarrillos aromáticos (Para leer en el retrete), aparecidos al iniciarse el año y que estaban firmados por un tal Casiano Gorrinez (¡!). Sin duda era obra de éxito puesto que el ejemplar consultado se incluía en una 5ª serie de tan oloroso tema “literario”. Y, sin embargo, se leían otras cosas. Porque, de forma aún incipiente, el número de títulos editados y de lectores potenciales aumentaba sin pausa. Según las estadísticas, al iniciarse el año había en España más de cien editoriales, que sacarían al finalizar el mismo cerca de 1.500 títulos.
Otro fenómeno imparable era ya el cinematógrafo. Modesto y un poco cutre en España, en el mundo no dejaba de atraer a las multitudes -que también acudían aquí a los salones de proyecciones-. Puede que para ver y extasiarse ante la aparición en el “lienzo de plata” (así llamaban a la pantalla algunos críticos), por ejemplo, de un compatriota emigrado a las Américas y ya triunfador. Antonio Moreno fue un actor madrileño afincado, y trabajando, en el naciente Hollywood del cine mudo y después en los balbuceos del sonoro, llamado realmente Antonio Garrido Monteagudo.
Considerado ya una “estrella”, caería en las mismas debilidades que sus colegas de oficio yanquis. Sin ir más lejos, y sufriendo ya la implantación de la reciente “ley seca”, no pudo resistirse a sus debilidades “líquidas”, lo que le llevó a instalar, en su casa californiana de estilo español, una impactante y nutrida biblioteca que, si no a demasiados lectores, sí atraería a, estos sí, impacientes bebedores. Nuestro compatriota, en un momento dado y obedeciendo a un resorte, “abría” uno de los estantes que daba paso a una no menos nutrida -y surtida- bodega, con toda clase de caldos de alta graduación para consumo propio y, claro, de sus amigos a los que invitaba a libar. Precisamente en este año de 1920, su cachet como intérprete empezaba a subir como la espuma, tras su primer gran éxito anterior en la película La casa del odio, junto a la “star” del momento Pearl White.
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