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El crucero de cada día

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El crucero de cada día 1

Suena el rumor de las olas y graznan las gaviotas en la lejanía. Una maleta y juguetes infantiles. No hace falta más. ¿Empieza la comedia? Sí, pero no. Risas, sí, pero a ratos, porque lo que nos cuenta la historia de Las princesas del Pacífico es, en el fondo, una realidad desoladora, arruinada y sin aparente salida. Nos encontramos con una tía y una sobrina. Agustina y Lidia. Viuda y huérfana a su cargo. La primera lleva la voz cantante y la segunda obedece las más de las veces. Entre ellas hay amor, cariño y comprensión. Hasta complicidad. Se acompañan. Entramos en su rutina. Viven y se alborotan comentando vidas ajenas, de personas cercanas y de las que aparecen en la televisión. Viéndola, precisamente, se enteran de que han ganado un crucero. Es Navidad y van a poder dar en él la bienvenida a un año más –“o un año menos, según se mire”, como repite Agustina– pero la travesía se va a tornar amarga. A Lidia le gusta todo lo nuevo y quiere experimentar lo que una existencia en casa, con su tía, no le ha puesto al alcance. ¿Qué será de la joven cuando falte la mayor?, llega a preguntarse esta espectadora.

El texto plantea, como evidencia el programa, un laberinto de espejos en el que nos vemos deformados. Nos refleja a todos. Y el público así lo siente cuando es interpelado por las protagonistas. ¿Qué hacemos? ¿Seguimos con la obra? ¿Con la escena que toca? Ellas, nosotros, todos intentamos ser felices a nuestro modo. Aunque eso signifique engañar y engañarse o despreciar las opiniones y los usos sociales del resto. ¿De la mayoría? Para su tía, Lidia es guapa y es desenvuelta y quien diga lo contrario solo demuestra envidia. No ayuda con esa actitud, aunque goce de la solidaridad de la audiencia.

Una madre, la de Agustina –abuela de Lidia– costurera, una situación económica precaria que obligó a la tía a trabajar y a dejar de estudiar, un presente muy rácano en ingresos y una amenaza de desahucio. Marginalidad en un pueblo del sur de España –donde se desarrolla la acción– dilatada con la crisis. Una dura realidad diaria que las dos abandonan, durante unos días, gracias al crucero que les ha tocado en suerte. Porque el barco no espera. Unas vacaciones de las que la tía renegará cuando la niña se pierda. A partir de ahí, la fiesta se acaba y el final, con toques de intriga policiaca, se acelera. ¿Cambian algo las cosas? Las dos regresan a casa, a lo de siempre. A la tele y a la cháchara, que las evade de la cotidianeidad de un hogar embargado y de un pasado reciente que anular.

Dirigida por José Troncoso, creador del espectáculo junto a Alicia Rodríguez y Sara Romero hace 10 años, Las princesas del Pacífico ha vuelto este mes de abril a la Sala Guindalera, donde estuvo con tres funciones el pasado año, tras empezar su periplo madrileño en LaZonaKubik y continuar los últimos meses de 2015 en los Teatros Luchana.

Buena parte del éxito de la función, que ha recibido excelentes críticas de espectadores y blogueros, se sustenta en el maravilloso trabajo de las dos actrices. Alicia Rodríguez interpreta a Agustina y Belén Ponce de León a Lidia. En sus escenas comunes –la de las hamacas merece ser reseñada– y en las que cada una interpela a la tripulación del barco o a los demás pasajeros –monumental la del karaoke de Agustina–, brilla un trabajo para recordar. Sólo resta esperar más cosas buenas de la compañía La Estampida.

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