Explíqueme la situación, me dicen ustedes, cada uno de ustedes; me lo piden sin saberlo, sin saber que me lo piden, me lo solicitan, más bien, porque lo necesitan, aunque ustedes no lo sepan del todo.
Explíqueme la situación, yo les entiendo así, individualmente, como lo que dan en ser, un conjunto social inarmónico y complejo que habla de uno en uno, que me habla de uno en uno.
Explíqueme la situación, y yo les respondo también de uno en uno, pero con las mismas palabras, las palabras de la Historia, no las del pasado, con sus palabras y las mías, con las palabras del presente, con estas palabras:
Lo que ocurre es que cuanto ocurrió… ocurrió, pasó, se quedó allí, en el pasado. Para siempre.
Lo que ocurre es que los acontecimientos acontecieron, fueron, tuvieron lugar, se produjeron, estuvieron bien mientras duraron, o fueron un horror perturbador, pero ya no pueden modificarse, manipularse, no pueden volver a su ser, fueran lo que fuesen; dejaron en un lugar inexistente su poso, su aliento, su alma, su vitalidad, su ser.
Lo que ocurre es que podemos interpretarlos, reconocerlos, comprenderlos, explicarlos, traérnoslos aquí, a este ahora inquieto e inquietante, para conocernos mejor, o para que los jueces los juzguen, podemos depositarlos en una urna o tirarlos por el suelo de la realidad, podemos limpiarlos o podemos dejarlos tal cual nos los hemos encontrado, podemos colocarlos bajo el microscopio de nuestros deseos o podemos admirarlos sin sufrirlos otra vez, contemplarlos aterrados o satisfechos, emocionados o estupefactos, todo eso podemos hacer con ellos, pero yo te recomiendo, conciudadano, que no te dejes engañar por los aguafiestas que van al pasado sólo a traerte el futuro.
Renunciar a la realidad y debatir sobre el deseo es lo habitual cuando se interpreta el pasado como el lugar de donde traer el futuro.
La Historia va al pasado sin acritud, sumida en un respeto venerable por el puro conocimiento, pero no por el mero conocimiento. Al pasado se va limpio, no para ejercer de árbitro ni traerse a ningún muerto. Y menos a matar a nadie. A eso van al pasado los que no visitan el pasado para buscar, en su destreza de futilidad inane, la hermosura, lo terrible, la ambigüedad, lo mediocre y cuanto en él haya de apariencia mágica o de certeza singular.
Los historiadores de verdad, los que sabemos qué es la Historia y para qué sirve, vamos a lo pretérito para explicarle a la sociedad civil cómo ha llegado hasta aquí. No sabríamos decirla por qué ha llegado a donde ha llegado, pero sí cuáles son las principales causas de que el presente tenga este aspecto inconfundible de realidad extrañamente cercana.
La realidad es un estado de cosas en el que el pasado nos mira huidizo y nos pegunta si hemos entendido algo.
El 30 de enero de 1933 llegaba al poder Hitler en la Alemania salida del maltrato internacional tras la Gran Guerra.
En principio, no podemos aprender del pasado porque el pasado es eso que he escrito y es esto, también:
El 30 de enero de 1933 llegaba al poder en Alemania un austriaco apellidado Hitler que acababa de ganar unas elecciones democráticas.
Pero la Historia, la disciplina propia de los historiadores, nos ha de explicar esos dos pasados que debieron ser seguramente sólo uno.
¿De la Historia no podemos aprender nada porque lo podemos aprender todo? ¿No son ni el pasado ni la disciplina que lo estudia una suerte de magistra vitae, es decir, una especie de bibliotecas repletas de lecciones y enseñanzas prácticas? Responderé a estas preguntas más adelante.
El relato del pasado basado en las exigencias propias de esa disciplina a la que llamamos Historia es el que necesitan las sociedades civiles para establecer sus cauces de convivencia de la mejor manera posible, aquélla en la que tiene lugar la verdadera política, la que se fundamenta en el pacto y no en el apoderamiento del concepto de nación por parte de quienes son más osados en la invención de ese pasado.
El pacto social sobre el que se fundamenta la vida civil de las sociedades nacionales, estatales, no es eterno, no es inmutable.
Pero es tan inestable su equilibrio en tanto que valor supremo para el ordenamiento político de esas sociedades que su modificación sólo puede llevarse a cabo desde su propio fundamento: la democracia, la política.
Y no basta con el voluntarismo de los muchos o pocos que ven en el pasado no sólo la explicación del hoy, sino el lugar desde donde construir el futuro.
La autoridad moral basada en el trauma ignora la ley, ignora la democracia.
La historia, el pasado, no se repite. Pero, si bien nada (o casi nada) es igual, nada (o casi nada) permanece, pues el cambio se encarga de eso, hay quienes defienden que la Historia sí nos da lecciones de las que aprender, y consideran que es capaz de recuperar para nosotros vivencias de éxito y vivencias de fracasos, aportando así comprensión no sólo de las posibilidades sino también de los límites humanos.
Sobre aquello de que, si no estudiamos la historia, estamos condenados a repetirla: si se repitiera la historia, entonces la Historia sería una ciencia natural, y no una ciencia social. Pero el mensaje se capta, se capta. Por cierto, lo que escribió el intelectual español George Santayana fue que “los que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. No aquella otra frase más famosa pero falsa por inexacta de que “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla”. Dichos parecidos han sido asimismo atribuidos a Karl Marx y al estadista argentino Nicolás Avellaneda. En ese sentido, prefiero este texto del escritor venezolano Arturo Uslar Pietri:
“Vivir sin Historia es lo mismo que vivir sin memoria […]. Condenar a cada generación o a cada hombre a partir de cero […]. Robinson Crusoe pudo sobrevivir en la isla porque llevaba consigo su pasado. Un Robinson desposeído del pasado y lanzado a la isla del pleno presente estaría condenado a perecer”.
La Historia no sirve para nada mientras no consiga evitar que se acuda al pasado para pervertir el presente.
¿Tenemos los seres vivos la obligación de recordar el pasado para que no nos envenene?
Varios son los objetivos de los historiadores cuando escribimos Historia. Uno es hacer frente a la actitud generalizada que pretende cambiar el mundo antes de comprenderlo. Otro de nuestros objetivos es desautorizar a quienes inventan una tradición para justificar su necesidad de presente. Hay más. Más objetivos [continuará].
Este texto pertenece a mi libro La Historia: el relato del pasado, publicado en 2020 por Sílex ediciones.
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