Cultura

Trienio bolchevique

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Trienio bolchevique 3

Desde 1918, por los coletazos de la Gran Guerra y por una de sus consecuencias, la revolución rusa, el mundo se estaba poniendo patas arriba, incluida España, a pesar de no haber participado en el conflicto bélico continental. A partir de ese año, y los dos siguientes (incluido este de 1920), a ese período los historiadores lo llamaron el trienio bolchevique porque, a pesar del aparente sesteo del país, había movimientos y sucesos en España que no eran sino reflejo de lo que ocurría y llegaba del mundo soviético. Huelgas encadenadas, atentados, bombas y víctimas por ambos bandos -patronos y anarquistas- formaban un panorama que, apenas una década después, nos quisieron vender cómo propio y exclusivo de la República. En ese panorama turbio y triste, aún era alguien el otrora terror de la burguesía, un Alejandro Lerroux que, ante la guerra en Marruecos y sus desastres, aconsejaba convertir al Ejército Español en algo así como obreros de la construcción, exactamente aconsejaba “militarizar las Obras Públicas”. Coincidió esa imposible conversión de soldados en trabajadores, la toma de Xauen por las tropas españolas y con las imágenes publicadas en los periódicos de la ocupación de la simbólica ciudad marroquí.

En esta tesitura, hasta la adormilada política española tuvo que hacer algo, y de ese deseo, fue ejecutor el gobierno presidido por Eduardo Dato, que había creado en mayo el Ministerio de Trabajo, en el que se integraba el anterior y efímero de Abastecimientos, más el ya veterano Instituto de Reformas Sociales. Y entre los asalariados, en el mismo seno del mundo obrero, se dudaba si aceptar y seguir el camino de la primera potencia comunista en la lucha contra el capital, o seguir con la tradición proletaria española, escorada hacia el anarquismo. Ya hemos dicho en otro momento la curiosidad que tenía para muchos el nuevo mundo “rojo”, en el poder del ex imperio zarista, curiosidad que seguía provocando una riada de visitantes a la nueva Rusia. Algunos volvían desengañados, otros entusiasmados (no valían las medias tintas). Entre estos últimos, la gente de la cultura, que hablaban del nuevo Instituto para la Cultura Artística creado por el gobierno soviético, en el que debatían las nuevas perspectivas artística de la Rusia nacida tras la revolución. Pusieron al frente de aquello a Vasili Kandiski, que llamó a colaborar a todos los creadores visuales, arquitectos, músicos, etc., para iniciar el nuevo camino de las artes y las letras en una sociedad nueva.

Pero, en paralelo, el mundo viejo se resistía a morir, y sacando fuerzas de flaqueza (gran parte de ese mundo había sido vencido en la Gran Guerra), inició una guerra sorda contra los nuevos aires. Todavía no era el fascismo, pero era su germen. Había indicios de ese próximo parto, como, por ejemplo, algunas publicaciones como “La Revue International des Sociétés Secrétes”, panfleto en principio antimasónico, pero muy pronto difusor del tremendismo político contra las nuevas corrientes culturales y políticas. De allí salieron publicados, en esos meses, los inefables y dañinos, “Protocolos de los Sabios de Sion”, que enseguida serían “comprados”, sin ir más lejos, por el oscurantismo nacional. (También, como un río incontenible que arrastraba las coronas europeas por los suelos, ahora le había tocado a la monarquía griega. Muerto el rey Alejandro -de una forma absurda: mordido y agredido por un mono-, se proclamó presidente de facto de una probable República un veterano y combativo político:  Venizelos, jefe de la Enosis.

Entre la servidumbre a la reacción conservadora y a la revolución, en España existía una numerosa prensa que, en líneas generales, se alineaba con un progresismo intermedio, aunque con mayoría antisistema (si el sistema era la Monarquía de Sagunto y el turno de partidos).  En ese panorama acababa de nacer un nuevo diario en Madrid, de ámbito nacional: “La Voz”. Digamos que era el hermano pequeño de “El Sol”, y como éste, lo había parido Nicolás María Urgoiti, dueño de la Papelera Española. Su director era Eduardo Fajardo (que firmaba “Fabián Vidal”), y como redactor jefe, el gran periodista Manuel Bueno. El que el nuevo rotativo tuviera un mismo padre no obviaba el que ambos fuesen distintos (y con lectores diferentes). Serios, profundos y cultos los del matutino “El Sol”, los del vespertino “La Voz” debían considerarse más pueblo, más gente con prisas y deseando evadirse de los problemas con reportajes más frescos y morbosos. Todo ello lo daba “La Voz”, que se convirtió enseguida en el diario más vendido en venta callejera. Un ejemplo de sus reportajes, tan apreciados por sus lectores, fue un suceso como tantos, un crimen pasional por celos. Uno más si no fuera porque el asesino de su mujer -acusada de adúltera por el esposo- era un muy prestigioso maestro de esgrima, a cuyas clases acudía lo más granado de la nobleza. Giuseppe Ferraro era un italiano afincado en Madrid, y que aquel mal día discutió violentamente con su esposa, a la que creía que le engañaba, y con un estilete, le dio cuatro puñaladas, mortales de necesidad.

En la importante Exposición de Arte de Barcelona celebrada en la ciudad condal, sorprendió, entre las esculturas presentadas, una obra rompedora titulada “El violinista”, “firmada” por un tal Pablo Gargallo. Rompedora no solo por su apariencia sino, mucho más, por la amalgama de materiales utilizados por el artista para su realización, nunca antes reunidos en un mismo trabajo. Y de arte, literario en este caso, iba la última novela de Fernando Mora, titulada “La Magdalena en el Colonial”, dentro de la especialidad del autor, que practicaba una escritura erótica, a veces de alta temperatura, siempre unida a un casticismo y madrileñismo inseparables.

España se abría, a trancas y barrancas, al exterior y a un mundo empequeñecido tras la guerra donde irrumpían con fuerza los adelantos técnico-científicos. A toda página, un semanario daba noticia de la llegada a España de un indiano, Ángel L. Cuesta, que llegaba desde Tampa, Florida, para introducir y presentar aquí a los Rotarios. El cronista intentaba aclarar qué era aquello, dando por buena la propaganda del señor Cuesta de que los rotarios viven el progreso empresarial, unido al interés por la justicia y la fraternidad. Según el cronista, parece que ya se empezaban a ver, o se verían pronto, las originales ruedas, símbolo de la Internacional Rotaria. También de los Estados Unidos llegaba la noticia de que el idioma español ganaba puntos allí, donde, se decía, hablaban ya o estudiaban nuestra lengua más de 200.000 norteamericanos, a los que impartían las clases más de 2.000 profesores.

José María López Ruiz
José María López Ruiz es escritor, periodista, investigador y publicista. Sus trabajos han aparecido, entre otras cabeceras, en Historia y Vida, Guía del Ocio, La Información de Madrid, Dígame, Historia 16 e Interviú, y en Andalucía, en El abanto, Diario de Andalucía, El Correo de Málaga y Málaga Variaciones, entre otras.

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