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Vacaciones en el Norte

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Aunque venía de atrás, el conflicto con los militares no cesaba. Estaban aún coleando -y envalentonadas- las llamadas Juntas Militares (o de Defensa), un salto adelante del ejército que exigía intervenir directamente en el poder. Un primer paso, y muy polémico, había sido el de poder dictar sentencia, solo con el Código de Justicia Militar, cualquier delito que afectara a los miembros de las mismas (incluso los absurdos delitos “de honor”). Enfrente tenían a gran parte de la opinión pública y a los medios de comunicación (a la sazón, solo la prensa), aunque iban con pies de plomo en esa oposición antimilitarista, sin dejar denunciar lo que consideraban intentos golpistas camuflados. Solo las cabeceras radicales y las de humor se abstenían de esa prudencia y, sin freno, se ensañaban un día y otro con los “junteros”, ridiculizándolos sin piedad, lo que hacía que aquellos reaccionaran con más virulencia frente a los “plumíferos”.

No ayudaba mucho a ese posicionamiento anti, el ambiente violento que se vivía en el país, con inacabables enfrentamientos patronos-obreros, no solo en Barcelona -la ciudad de las bombas- sino en el resto de España. Impresionó por aquellos días el ataque contra el diario malagueño conservador La Unión Mercantil, cuya redacción y talleres fueron destruidos en un atentado. Fueron detenidos dieciocho sospechosos, y alguno confesó que ese era sólo el primero, ya que pensaban continuar con un rosario de bombas por toda Andalucía, en primer lugar, en Sevilla. El ambiente en el sur era propicio a la inestabilidad con estallidos sociales sucesivos, como lo fue, ya en plena desesperación de una población sádicamente castigada por el hambre, el levantamiento de los mineros de Riotinto, que llevaron a cabo paros reivindicativos (pedían tres pesetas más de salario), que afectaron a más de 12.000 trabajadores en huelga indefinida. En este ambiente, también las organizaciones proletarias vivían la incertidumbre y las dudas sobre cómo luchar contra este panorama, teniendo a la vista el terremoto que había producido en el mundo del trabajo la revolución rusa. Y ese era el dilema de los obreros españoles: si seguían el camino iniciado por los soviets, o, ante la duda, quedarse como estaban. Se deshojaba la margarita de forma febril en las filas socialistas de si se adherían a la nueva Internacional (la III, encabezada por Rusia), o permanecían en la II, en la que se ubicaba el socialismo español. La ruptura estaba cantada y ya se oían los primeros vagidos del que sería el recién nacido Partido Comunista Español. (La división se presentó ya sin disimulos en el Congreso de la UGT celebrado aquellos días, donde Bruno Alonso y Lucio Martínez inclinaron la balanza hacia la integración en la Internacional Comunista.)

Suele ocurrir, que, en tiempos convulsos vividos poa la sociedad, la parte intelectual o cultural de la misma vivan momentos importantes de creatividad. Eso era ya evidente en aquellos momentos, en plena ola de ruptura con el pasado anterior a la Gran Guerra. En el caso de España, respetables críticos escribían sobre toda clase de novedades, literarias o artísticas, desde la tradición más inamovible hasta las vanguardias. Uno de los críticos literarios más importantes del momento era “Juan de la Encina” (seudónimo de José Gutiérrez Abascal), de similar respetabilidad que su colega José Francés, éste crítico de arte. El primero, por ejemplo, diseccionaba un nuevo libro de título muy llamativo: Diálogos de ultratumba, escrito por un no muy conocido escritor (ensayista, poeta) llamado José Sánchez Rojas. El autor “jugaba” con lo que anunciaba el título, o sea, se decidió a conversar amigablemente de lo divino y lo humano con algunos muertos ilustres (y, de camino, metía en esos diálogos la más palpitante actualidad). Así, él mismo se retrataba de parranda por la ciudad de Toledo, con colegas como El Greco y Juan de Padilla, pintor y comunero, y, sin solución de continuidad, seguidamente aparecían en las apasionantes discusiones personajes del presente, desde el mismísimo rey a todos los políticos y otros nombres en el candelero.

Sin formar parte de ninguno de los sectores de la sociedad anteriores, la realeza (y sus “monaguillos”, los aristócratas), como cada año, hacían las maletas para iniciar su veraneo. Una ausencia de la Corte de más de tres meses con el doble destino tradicional, invariable y fijo, como eran las capitales cántabras Santander y San Sebastián. (Nunca se les pasó por la cabeza dirigirse a costas más cálidas y con más sol, que ignoraban, y que, además, las costas mediterráneas aún carecían de cualquier clase de infraestructuras dignas de tan ilustres visitantes, que, por el contrario, sí ofrecían las playas del norte.) La salida hacia el destino veraniego era en sí mismo un acontecimiento social ya que, hasta la estación del Norte madrileña, acudía a despedirlos una “multitud” formada por el resto de la familia real que no se marchaba aún (los primeros en abandonar la Villa y Corte eran la Reina Madrid, doña María Cristina de Habsburgo, y su numerosísimo séquito), a sumar el gobierno al completo, además, con las esposas de los ministros junto a estos, y una muestra abundante del funcionariado auxiliar. Aparte de estas presencias puntuales, también formaba parte del mundo de la nobleza -o de sus “obligaciones”-, curiosamente, la periódica inclusión -y admisión- de nuevos títulos en el Gotha doméstico español, en este caso, concediendo el monarca el título de Duque de Rubí al general Valeriano Weyler, un veterano militar con muchos claroscuros, sobre todo para los cubanos, contra los que no tuvo piedad mientras gobernó la isla.

Y si en España estábamos así, en el mundo la tranquilidad no era, precisamente, la nota. En México las convulsiones y los enfrentamientos no cesaban, y al lío de los generales y políticos que se habían disputado la presidencia de la República Mexicana (Obregón, Huerta, el malogrado Carranza), se unía una última ofensiva guerrillera del legendario campesino llamado Doroteo Arango (alias “Pancho Villa”), que se levantó contra el gobierno -eso sí, sería su última aventura-, antes de eclipsarse y ser asesinado posteriormente. Un personaje humilde que, sin embargo, pasaría a la historia con más peso presencial que sus “ilustres” enemigos, los jefes y aventureros “oficiales” de la revolución y el poder.

Mucho más cerca, en la Alemania herida y humillada, perdedora de la guerra europea (una consecuencia más de aquella: acababa de decretarse que el futuro ejército alemán no podría superar los 200.000 hombres), en ese erial económico y terreno fértil donde crecía la explosión social, semanas atrás había tenido lugar en Munich, el primer acto de masas de un nuevo partido que atendía por las siglas NSDA (Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista), dirigiéndose a los asistentes un mitinero y agresivo individuo llamado Adolf Hitler. Claro, que eso ocurría al mismo tiempo que, en otras ciudades de la flamante República Alemana, ocupaban las calles las masas comunistas. Todo ello confluiría en las elecciones para el Reichstag, que concluyeron con el siguiente resultado: 102 diputados socialistas, 81 independientes, 70 de centro, 66 “nacionales”, 62 populares y 45 demócratas. (En relación también con Alemania, en un gesto algo confuso, Holanda -donde se encontraba refugiado- se negó a entregar al káiser Guillermo II, el nefasto emperador alemán responsable de la matanza general que se inició en 1914. Ahora, los vencedores de la guerra querían juzgarlo, a lo que se negó el gobierno de los Países Bajos.

José María López Ruiz
José María López Ruiz es escritor, periodista, investigador y publicista. Sus trabajos han aparecido, entre otras cabeceras, en Historia y Vida, Guía del Ocio, La Información de Madrid, Dígame, Historia 16 e Interviú, y en Andalucía, en El abanto, Diario de Andalucía, El Correo de Málaga y Málaga Variaciones, entre otras.

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