La nueva presidente del Parlamento, como a ella le gusta decir, se enfrenta a la etapa más apasionante de su larga vida de servicio público, en la que siempre se ha autodefinido como una gestora no política, pero en este nuevo reto se enfrenta a la etapa más política de su carrera.
Ana Pastor siempre se ha movido bien cuando la gestión exigía esfuerzo y trabajo duro en torno a números y ajustes en los presupuestos. Ese ha sido su cometido al frente de la cartera de Fomento, en plena crisis económica, su última responsabilidad en el ejecutivo de Mariano Rajoy.
Precisamente el presidente la designó para el puesto hace cuatro años, en la legislatura de la mayoría absoluta, cuando se sabía que el ministerio inversor por excelencia, debía dar cerrojazo a las obras públicas que, en algún caso de otras épocas, revistieron la característica de faraónicas, en un despropósito general que jalonaba las ciudades y comunidades de nuestro país, no siempre con el objetivo de servir al bien común, sino en muchos casos para mayor gloria de los virreyes locales.
En un primer momento, la ministra del ramo fue odiada por constructores y profesionales que, con el tiempo, llegaron a entender aquello de donde no hay, no queda más remedio que ajustarse el cinturón; especialmente cuando la Europa de la austeridad no dejaba margen para otra cosa, ni siquiera para aquel invento fallido que pretendía que la inversión en obra pública no computara al déficit. La situación era aún peor de lo que parecía cuando las cuentas que dejó el gobierno anterior solo invitaba a un rescate inevitable y a sus duras consecuencias para el conjunto de los ciudadanos.
Durante estos años, he podido seguir a Ana Pastor en numerosas intervenciones públicas y siempre he escuchado la misma afirmación: “yo soy una gestora, no política”. Pues bien, ahora se enfrenta a un desafío político de gran envergadura, hacer posible que la legislatura que acaba de comenzar no sea inútil como la anterior y permita un tiempo nuevo para el diálogo y el acuerdo entre los distintos partidos. El reto es inmenso y apasionante, de enorme complejidad, pero seguro que esta mujer menuda y tenaz, trabajadora infatigable encuentra los cauces para que el entendimiento vuelva a ser la seña de identidad de un país, tradicionalmente cainita, que durante la Transición asombró al mundo y, en el que, aún hoy, el espíritu de concordia es la excepción.
Dicen los que conocen a Ana Pastor que no pertenece a bando alguno que no sea la eficacia y la voluntad firma de escuchar a todos. Estamos hablando de una “marianista” pura, sin doblez, sin quiebros inesperados, pero cuya dedicación inagotable otorga esperanzas para el entendimiento más que para el desencuentro.
Es en efecto, como ella se autodefine, una gestora, una mujer de presupuesto, pero tantos años en primera línea política dan para mucho y quien ha demostrado hacer posibles tantos proyectos puede ser la solución mágica para la nueva etapa.
Dicho esto, conviene poner los píes en el suelo y no desconocer que nos enfrentamos a una situación política diabólica en la que, tras repetir las elecciones, su partido se enfrenta a una investidura con el exiguo bagaje de 137 escaños, a los que ni siquiera se ha podido añadir los 32 del nuevo partido de centro derecha que, de momento, se niegan a ser seducidos por la necesidad urgente de gobernar como demanda la sociedad en bloque. Entre tanto, socialistas y nacionalistas independentistas se debaten entre el no o repetir las elecciones por tercera vez.
Cabe preguntarse que pasará en estos momentos por la cabeza de esta mujer de Zamora, cuya personalidad se ha forjado en torno a la figura de un gallego puro como es el presidente en funciones, que sin alardes o sorpresas ha sobrevivido a todos los avatares inciertos de la vida política en un partido que supo aglutinar a todo el centro derecha para encaramarse al poder para no dejarlo pase lo que pase.
Imagino que el joven monarca se ha sentido reconfortado al recibir a Ana Pastor antes de iniciar las consultas que establece la Carta Magna. Y no solo porque la presidenta del Congreso habrá llevado los papeles perfectamente ordenados en esa carpeta institucional que se podía ver antes de la audiencia real. Seguramente porque puede ser la carpeta estratégica de la que extraer las primeras conclusiones para arbitrar soluciones que hagan gobernable este país.
Si el empecinamiento de algunos y las ganas de figurar de otros nos llevan indecorosamente a unas nuevas elecciones, estaremos ante una nueva ocasión perdida y, tal vez, ante la comprobación de que las mayorías absolutas son la única solución cuando ni los más dialogantes son capaces de iniciar la gestión.
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