El sábado 10 de septiembre se cumplieron 265 días con un gobierno en funciones, si se empieza a contar al día siguiente de las elecciones del 20D según dispone la ley 50/1997, del Gobierno. Son casi nueve meses perdidos, no por no haber impulsado las rutinas que correspondían sino porque hemos consumido energías en asuntos banales, y eso siempre es una pérdida irreparable. Y porque hemos dejado de tener iniciativa en cuestiones que la requieren por su gravedad y porque tenemos que estar a la altura de los retos que nosotros mismos planteamos. El conflicto catalán, en concreto, se deteriora a ojos vista porque no existe interlocución política alguna entre Cataluña y el Estado más allá de los vínculos institucionales.
Un vacío de poder como este no es una novedad en Europa. El precedente belga es bien conocido. Entre 2010 y 2011, el país se mantuvo durante 541 días con un gobierno en funciones –batió un récord que obraba en poder de Camboya-, y aquella inestabilidad fue explotada por diversos oráculos para presagiar los peores desastres en un país muy fracturado, con un problema crónico de diversidad étnica y cultural. Sin embargo, la realidad fue mucho más positiva y la economía se comportó como la de su entorno, y desde luego mucho mejor que las de los países del Sur de Europa, que por aquellos tiempos estaban sumidos en una profunda recesión y en una tremenda crisis de deuda.
Aquel buen resultado de un periodo anormal no fue solo fruto del azar y de inercia: el economista belga Paul De Grauwe, profesor de la London School of Ecopnomics, explicó así lo ocurrido: “fue una época difícil por la situación política, con graves diferencias entre Flandes y Valonia. Y por la situación económica, con la UE dictando austeridad a ultranza. No tener gobierno fue algo positivo en un país en el que las estructuras del Estado siguieron funcionando: la Comisión no pudo obligar al Ejecutivo en funciones a acometer la dieta de duros ajustes y reformas que barrió Europa por aquellas fechas”
En nuestro caso y en el momento presente, nos está sucediendo algo parecido, y esta evidencia ha sido ya observada por algunos analistas. La inexistencia de gobierno irrita a Bruselas porque, por una parte, el gobierno en funciones, que continúa en un periodo electoral y ha de obviar cualquier gesto que le acarree impopularidad, tiene escaso interés en controlar el déficit, y, por otra parte, la Comisión Europea no puede exigir medidas de austeridad que no podrían implementarse ni aplicarse porque el gobierno en funciones no tiene capacidad de iniciativa legislativa. España crece a buen ritmo, entre otras razones, porque no ha embridado el déficit, lo que da lugar a tasas de crecimiento superiores a las que hubiéramos tenido en circunstancias normales. Y puesto que la principal urgencia actual es la reducción de empleo –el elevado paro tiene una trascendencia política que relativiza las obligaciones económicas-, la opinión pública ve con buenos ojos el panorama presente.
Ocurre sin embargo que, por razones fáciles de comprender, la imposibilidad de tomar iniciativas y de hacer reformas tiene dos caras contrapuestas, y junto a sus aspectos positivos tiene también su vertiente negativa: es saludable un descanso en la producción legislativa de los políticos con acceso al BOE, que creen que el mundo se paralizará si ellos no efectúan su aportación legal perfectamente prescindible, pero es indeseable que se pospongan reformas necesarias porque resuelven un anacronismo o atienden demandas sociales. No toda la evolución puede automatizarse, por lo que es preciso impulsar el progreso desde las instituciones. Así por ejemplo, urge reformar la Seguridad Social porque si no se hace el modelo actual, fuertemente deficitario, dejará de ser sostenible.
Lo grave de la falta de un poder resolutivo al frente del Estado es que ciertos problemas enquistados –toda sociedad tiene alguno- no avanzan en el camino hacia su solución, y a veces incluso se agravan si no se actúa decididamente. En nuestro caso, la cuestión catalana pertenece a esta categoría, y el conflicto puede deteriorarse hasta extremos indeseables si no se detiene el declive hacia la sinrazón y empiezan a proponerse pronto terapias de grupo que encarrilen la deriva.
El conflicto catalán, apremiante
El conflicto catalán es apremiante, como la tumultuosa y masiva conmemoración del 11 de Septiembre se ocupa de recordar (algunos analistas han hablado sin mucho fundamento de cansancio y de desánimo, pese a que es la primera vez que acude el presidente de la Generalitat y el objetivo de la marcha es inequívocamente independentista). Y sin embargo, no sólo se está omitiendo cualquier referencia a Cataluña en todo el proceso de formación de un nuevo gobierno que ya ha incluido dos elecciones generales y está a punto de provocar una tercera, sino que se está dejando fuera de todas las deliberaciones a los representantes estatales del nacionalismo catalán. El argumento de que ello es así porque tanto ERC como el PDC invocan la ruptura y exigen un referéndum de autodeterminación no basta para justificar unas exclusiones que también se deben al miedo a debatir, porque afrontar la realidad siempre comporta el riesgo de ganar impopularidad en ciertos sectores.
Antón Costas, catedrático de Economía Aplicada de la UB y hasta hace poco presidente del Círculo de Economía de Cataluña, es uno de los analistas políticos más lúcidos de este país, y manifiesta una fina sensibilidad periférica –es gallego de nacimiento- muy poco frecuente en estos tiempos de nulo debate entre el centro y la periferia. Y en un artículo reciente publicado en ‘La Vanguardia’, ha denunciado que el proceso fallido de negociación que se ha emprendido tras las elecciones del 20 de diciembre del año pasado ha ignorado la cuestión territorial, un asunto candente que en todo caso tiene una relevancia fuera de toda duda (en él nos jugamos nada menos que la supervivencia del propio Estado).
En todas las negociaciones y conversaciones, el PP y el PSOE han hablado/negociado de tres asuntos horizontales: economía, cuestión social y regeneración democrática. En cambio, no han hecho la menor referencia a la cuestión territorial. Y no lo han hecho, sobre todo, para evitarse conflictos internos. “Pero la política real –ha escrito Costas- descansa también sobre un segundo eje, por decirlo así, vertical: el del reparto del poder político entre gobierno central y gobiernos autonómicos y el de las capacidades de decisión de los ciudadanos que viven en cada territorio. La ocultación de este eje se ha visto favorecida por la retórica política utilizada. La división bipolar en partidos ‘constitucionalistas’ y ‘no constitucionalistas’ ha dado por probado que los partidarios de la reforma territorial del Estado, sean o no partidarios de referéndums, no caben en la Constitución. Y, por tanto, deben ser echados del acuerdo para la investidura. Se les ha demonizado antes de ponerse a hablar. Esta retórica es perversa. En la Constitución caben también los partidarios de cambiarla. La cuestión no es lo que se desea, sino cómo se pretende alcanzar. Si es por los caminos legalmente establecidos, no hay nada que objetar, como ha señalado el Tribunal Constitucional”.
Efectivamente, en la hora de balancear las diversas posiciones se ha cometido una gran e imperdonable simplificación: se ha prescindido de los 9 escaños de Esquerra Republicana, de los 8 de la antigua CDC, de los 5 del PNV e incluso de los 2 de EH Bildu. Se responderá –no es ninguna sorpresa- que con semejante patulea no se puede hablar ni negociar porque sus propuestas son directamente inconstitucionales y por lo tanto no son admisibles en el marco del debate democrático. Eso habría que verlo porque es muy difícil de creer que si se invita caballerosamente al nacionalismo catalán a una reflexión serena, basada en la voluntad de llegar a acuerdos razonables, no sea posible emprender un diálogo dentro del ámbito cartesiano de la democracia que se practica en nuestro hemisferio, en la vieja Europa.
Con seguridad, si se plantea a los republicanos de ERC y a los antiguos convergentes del PDC (por ahora, porque el nombre no ha sido autorizado) la posibilidad de plantear objetivos por la vía de la reforma constitucional, que abra cauce a posibilidades federales e incluso confederales, que ofrezca un horizonte a una concepción todavía más descentralizada del Estado y a otras modalidades de solidaridad interterritorial, quienes hoy se han encerrado en su laberinto autodeterminista porque no encontraron otra salida a su ambición se atendrán a razones.
Naturalmente, este camino es arduo y quien lo recorra tendrá que pagar un precio y que experimentar un desgaste, pero es muy probable que encuentre importantes compensaciones y que al final del recorrido se encuentre con una importante recompensa. Porque si se persiste en la confrontación sin paliativos, en la vía jurisdiccional terca y desnuda, y se obvia la política, el conflicto catalán no tiene solución. Conclusión que, de confirmarse, nos abocaría a un auténtico drama.
Necesidad de reforma constitucional
Este prolongado impasse, que todos los ciudadanos estamos viendo con estupor, debería servir en definitiva para promover una gran introspección que sea el cimiento de una reconstrucción que ya se antoja inaplazable.
La Constitución está cerca de cumplir cuarenta años sin haber sido reformada, ni siquiera en aquellas partes, como el Título VIII, en que el texto constitucional era más procesal que dispositivo. En cuanto se recupere la normalidad –en cuanto haya gobierno-, será el momento de reconsiderar todo este acervo para reconstruir la democracia sobre sus vigas maestras, que son perfectamente válidas y han resistido bien el paso del tiempo.
Y esa reforma constitucional no puede obviar su aspecto más relevante: la reconfiguración del modelo de organización territorial, que debe normalizarse de acuerdo con lo ya realizado en regímenes comparables, como el federal alemán. Todo ello entre grandes consensos horizontales y verticales, ideológicos y territoriales, en un esfuerzo comparable al constituyente.
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