El juicio a Artur Mas y a las exconsejeras Rigau y Ortega por su papel durante la consulta del 9N de 2014 celebrado –después de todo- por el Tribunal Supremo de Justicia de Cataluña, la máxima jurisdicción autonómica catalana, en la que predominan los jueces catalanes, ha supuesto un baño de realismo para la opinión pública del Principado, que empieza a estar harta de la escenificación de un “proceso” imposible, que se halla a punto de estrellarse contra el muro inexorable de la realidad.
En este marco, mientras el juicio avanzaba y perdía potencia en las páginas de los diarios y en los informativos, Anton Costas, uno de los personajes intelectualmente más prestigiosos de Cataluña, publicaba el pasado miércoles un resonante artículo en La Vanguardia en el que pedía a los independentistas que se confronten de una vez con sus propias responsabilidades.
Costas situaba en primer lugar el problema, que se caracteriza por una falta manifiesta de masa crítica por parte del conglomerado soberanista: “Los resultados de anteriores elecciones, el 9-N y los datos de las encuestas de opinión son coincidentes –decía el catedrático de Economía y hasta hace poco presidente del Círculo de Economía—. Existe [en Cataluña] un deseo ampliamente mayoritario de cambio y de mejora del autogobierno. Pero a partir de esta coincidencia, las divergencias son amplias y profundas. Planteada como un desiderátum, la independencia aboca a un empate. Pero si la opción se abre a matices, una mayoría significativa prefiere la reforma a la ruptura. Y en cuanto al método, la mayoría de la población, por encima de los dos tercios, especialmente los jóvenes, señala que la consulta ha de ser legal y acordada”.
Pues bien: a partir de esta composición de lugar, se plantean “dos cuestiones de filosofía política práctica que ningún gobernante debería rehuir” y que sin embargo son postergadas con lamentable cobardía: “La primera —escribe Costas— es de tipo moral: ¿en qué circunstancias es aceptable que un gobierno tome decisiones orientadas a sustituir un orden político existente –con sus elementos buenos y malos- por otro nuevo del que se desconocen sus beneficios y sus riesgos? Una decisión de este tipo obligaría a muchos ciudadanos a cambiar sus preferencias y sus formas de vida. ¿Cuál es el fundamento moral para esta violencia política?”.
“La segunda cuestión –continúa diciendo Costas— es la relativa al método del cambio: ¿qué condiciones legales ha de cumplir la convocatoria de una consulta para decidir el cambio del orden político existente? ¿Cuál tendría que ser el porcentaje mínimo de participación? ¿Cuál es el criterio de mayoría electoral que tener en cuenta para validar los deseos de cambio? ¿Quién ha de votar? En este sentido, la reciente sentencia del Tribunal Constitucional alemán rechazando la demanda de un ciudadano del Estado Libre de Baviera para convocar un referéndum de independencia y señalando que la soberanía es de la nación es una doctrina constitucional europea”.
El solo enunciado de las preguntas sin respuesta, que pone de manifiesto el vacío sobre el que se asientan las previsiones independentistas, que mencionan machaconamente un referéndum imposible como si la realidad se materializara sólo con invocarla, revela la endeblez de la posición de los soberanistas, en plena huida hacia ninguna parte. De hecho, la CUP ha frustrado las expectativas de los integrantes de Junts Pel Sí al permitir a Puigdemont aprobar los presupuestos de la Generalitat y salvar la legislatura cuando lo que los partidos integrantes de la coalición estaban ya deseando era convocar elecciones anticipadas, el único desenlace posible que abre al menos una tenue luz al fondo del callejón sin salida actual.
Mas aspira al liderazgo
Hay serias dudas de que Artur Mas cometiese un delito de desobediencia el 9N de 2014 –el tiempo pasa-, como puso de manifiesto Xavier Vidal-Folch en un bien elaborado artículo el pasado día 3, que explicaba que el delito de desobediencia está muy bien tasado en el Código Penal, y que el comportamiento de quien dirigía entonces al Generalitat no mostraba aquellas características estrictas. De hecho, los fiscales de sala de Cataluña no hallaron indicio de delito, ni tampoco debió verlo el fiscal general Torres-Dulce, que dimitió del cargo poco después de exigir el encausamiento de Mas y dos consejeras por encargo del Ejecutivo. En cualquier caso, Mas debería estar agradecido –irónicamente agradecido, se entiende- al Gobierno del Estado ya que este juicio portentoso y espectacular ha reforzado la llama del independentismo –tan mortecina en los últimos tiempos-, y sobre todo le ha rescatado a él del papel poco gallardo que ha desempeñado desde que tuvo que retirarse por imposición humillante de la CUP y hasta hoy día. El juicio ha sido en definitiva la lanzadera de Artur Mas, quien está recuperando potencia política que le colocará en primera línea si no es finalmente condenado.
[pullquote]El juicio ha sido la lanzadera de Artur Mas[/pullquote]
El trayecto desde las últimas elecciones autonómicas de septiembre de 2015, a las que el independentismo democrático concurrió con una sola lista, Junts pel Sí, que precisó de la CUP para alcanzar la mayoría parlamentaria, ha sido muy duro para antigua CDC –actual PDECat-, que ha visto como subía el prestigio y la popularidad de ERC en manos de Oriol Juqueras. Artur Mas, sustituido a la fuerza por Puigdemont, ha ejercido con grandes dificultades su autoridad moral… hasta el pasado lunes, cuando en el fragor de la vista pública se declaraba aparatosamente “responsable de todo”. Frente al despliegue judicial del TSJC, emergía de nuevo el ‘conducátor’ de la Cataluña eterna, dispuesto a ponerse otra vez al frente de las masas enardecidas.
Cataluña está a punto de estrellarse en la impotencia referendaria: una vez llegados a la situación actual, la evidencia de que no habrá referéndum sino sólo elecciones resultará difícil de digerir por la mayoría gobernante, que no ha cejado de prometer lo imposible hasta el frenesí y el aburrimiento. Ayer se preguntaba Francesc de Carreras que a qué esperan los independentistas para reconocer que su tentativa ha fracasado y que han de esperar mejor ocasión. El único desenlace hoy imaginable de la actual tensión es una convocatoria electoral… Y Puigdemont, que llega abrasado a la hora postrera, ya ha dicho –más le vale- que no se propondrá para sucederse a sí mismo, por lo que todas las miradas se vuelven hacia Mas, la víctima propiciatoria. Y, descartada por ERC una nueva coalición entre nacionalistas, el reto del nuevo/viejo líder convergente consistirá en detener el declive de su formación política e intentar (al menos) el improbable sorpasso con respecto a ERC.
Sucede sin embargo que, a la frustración que suscitará en el sector soberanista el no referéndum, habrá que añadir la emergencia de Ada Colau, que está preparando una nueva formación política con Podemos y con Iniciativa dispuesta a llevarla en volandas hacia el Palacio de San Jaime. Colau no ha hecho ascos al referéndum ni rechaza el apoyo de los soberanistas, pero es evidente que no se prestaría a una aventura rupturista no pactada con el Estado. De donde se desprende que Mas no sólo tendrá dificultad para ubicarse al frente del soberanismo sino que, esta vez, el independentismo podría quedar en franca minoría. Y si se piensa que las encuestas dan a la CUP un resultado catastrófico, puede augurarse que habrá cambios de calado en el futuro de Cataluña.
En esta coyuntura, se ampliaría visiblemente el espacio para el diálogo y la negociación entre el Estado y las instituciones catalanas, y entre los partidos entre sí. Un gobierno ágil en Madrid podría ser capaz de promover un consenso en torno a conceptos tales como soberanía cultural y pacto fiscal, pero tampoco hay que hacerse demasiadas ilusiones: la capacidad de negociación del Gobierno es simplemente la que es.
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