La primera encuesta de opinión publicada por la gran prensa catalana tras la llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa ha reflejado algunos movimientos telúricos en el electorado, que van en la línea ya detectada en anteriores análisis. Vaya por delante que en la simulación sociológica de las elecciones autonómicas, el soberanismo no decrece —mantiene los 70 escaños actuales y registraría una leve subida en porcentaje, hasta el 49%— sino que permanece estancado, aunque la organización más pragmática y realista que es ERC sobrepasa notoriamente a la desnortada PDeCAT (cuatro puntos porcentuales y cinco escaños más); además, ERC adelantaría por muy poco a Ciudadanos y se registraría un leve ascenso del PSC, que ganaría dos escaños. Se apreciaría en definitiva un visible trasvase de voto desde JxCat a ERC y, en menor medida, de C’s al PSC.
En la encuesta referente a las elecciones generales, el PSC, impulsado por el efecto Pedro Sánchez —por el acceso del socialismo al poder—, sumaría más de siete puntos a su apoyo actual y se convertiría en primera fuerza en las elecciones generales. Los socialistas catalanes de Miquel Iceta aventajarían en cuatro puntos a ERC y en más de siete a los comunes, primera fuerza en los comicios del 2016. Esta nueva correlación electoral se explicaría, en el caso de los comicios legislativos, por una importante transferencia (de casi el 20% de los votos) desde C’s al PSC, que captaría también uno de cada diez electores de ERC, JxCat, los comunes e incluso el PP.
El PSOE, al igual que Ciudadanos, prestó la más absoluta lealtad constitucional al Partido Popular en su gestión como gobierno del conflicto catalán, incluida la aplicación del artículo 155. Pero es notorio que el talante de Sánchez ante el soberanismo muestra serias diferencias con relación a la postura plana que adoptaba Rajoy. Los problemas políticos no se resuelven solos, a pesar de que Rajoy ha llegado a defender en público su tancredismo y ha considerado un mérito la pasividad y la apatía, y es evidente que una parte de la sociedad catalana se ha ilusionado con la expectativa de que sea posible alcanzar un equilibrio civilizado entre nacionalismo y constitucionalismo, como ocurrió durante décadas. Después de todo, durante toda la etapa de Jordi Pujol, CiU ganaba sistemáticamente las lecciones autonómicas, en tanto el PSC ocupaba la primacía en la elecciones generales y municipales. Seguramente, mucha gente de paz de Cataluña añora aquel creativo equilibrio que era el que regía en los años fecundos del entorno de los Juegos Olímpicos de Barcelona que consolidaron la senda de modernidad de Barcelona/Cataluña y la de prosperidad de todo el Estado.
Con respecto al soberanismo Sánchez no ha dado pie a la menor ambigüedad: su opinión sobre el actual presidente de la Generalitat, Torra, ciertamente emitida antes de la moción de censura que derribó a Rajoy, fue nada favorable y bien explícita: los escritos del nuevo president, marioneta de Puigdemont, han destilado xenofobia y racismo, atributos incapacitantes en quien pretende ser un líder democrático. Pero el conflicto, que afecta a la colectividad catalana, debe ser resuelto mediante alguna fórmula de conllevancia que lo mitigue, lo haga llevadero y no lo convierta en una pesada losa que frene en seco el desarrollo catalán, e indirectamente el español.
No será fácil, como acaba de verse. Torra tanteó este viernes en Washington el margen de tolerancia que le concede el Gobierno español, y ha podido comprobar que no existe la menor intención de aceptar en silencio sus falsificaciones históricas y sus pretensiones revolucionarias. El embajador Morenés, que fue ministro de Rajoy, ha encontrado el más absoluto respaldo de Borrell y del propio Sánchez: aquí no hay presos políticos ni exiliados, y no se va a permitir que la Generalitat haga campaña de desprestigio contra el régimen español.
En el mismo orden de ideas, el derecho de autodeterminación no está ni estará sobre la mesa. Tanto porque ningún estado democrático maduro va a admitirlo cuanto porque los soberanistas saben que juegan un papel desairado y hasta ridículo al reivindicarlo sin disponer siquiera de una mayoría de electores… Pero todo lo demás puede negociarse para buscar el interés general. Y en esta expectativa cifra el nuevo gobierno sus esperanzas, en el tono más moderado posible (es obvio que las estridencias de Torra dificultan esta posibilidad real de entenderse).
Es evidente que esta hipotética negociación que debería arrancar el 9 de julio está claramente entorpecida por la judicialización, lógicamente irreversible, del problema, que no hubiera tenido lugar si los soberanistas no se hubieran echado al monte… y si Rajoy hubiera actuado más prematuramente, antes de que se cometieran delitos. Pero así y todo hay salidas, y deben explorarse con la mayor discreción posible y con toda la intensidad necesaria. Parece que una parte significativa del soberanismo así lo entiende, pese a ciertos aspavientos de los más fanatizados, y como la disposición de la otra parte es favorable a la entente, no puede descartarse que el primer problema de este país empiece a encarrilarse más pronto que tarde. Pero ha de quedar claro que ello no será, por parte del Gobierno, a cambio de alguna dejación de principios, que son los que nos sostienen como país democrático y como comunidad fraternalmente vinculada a la ley.
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