El próximo viernes, día 21, Sánchez celebrará como estaba previsto su consejo de ministros en Barcelona. La idea primigenia del líder socialista al planear este viaje gubernamental era aprovechar el gesto como un escalón más en el proceso de distensión que, a través de la negociación, debía dar paso al desenlace pacífico del conflicto, que a largo plazo no podría ser otro que el derivase de la reforma del Estatuto, precedida o no por una reforma constitucional.
A estas alturas, sin embargo, a pocos días de la reunión del Ejecutivo en que se aprobará la subida el salario mínimo y se pretende asimismo sacar adelante algunas inversiones y reformas de las que solicita Cataluña, que se considera agraviada por el a su juicio (no infundado del todo) desinterés sistémico del gobierno central, es ya manifiesto que la acogida de las instituciones catalanas al gobierno del Estado no será cordial. Los CDR, vinculados políticamente al soberanismo y familiarmente a Torra, ya han anunciado que ese día arderá Troya, y aunque la portavoz de la Generalitat Artadi ya no cree que la reunión barcelonesa del gobierno español sea “una provocación”, el clima se ha enrarecido por voluntad más o menos consciente de los soberanistas. Los ecos del llamamiento a la “vía eslovena” no se han apagado todavía, y la puesta en marcha inexorable del proceso judicial a cargo del Tribunal Supremo tampoco facilita las cosas.
Pero si en Cataluña la situación es tensa, el clima político general en el conjunto del Estado tras las elecciones andaluzas y el desolador nacimiento de VOX es irrespirable, como ha podido verse en los desarrollos parlamentarios de la semana que acaba de concluir.
Envalentonados por el cambio en Andañucía, a causa de los pésimos resultados del PSOE y de Adelante Andalucía, PP y Ciudadanos están empeñados en que el Gobierno de Pedro Sánchez declare el artículo 155 para aherrojar la autonomía catalana e “incendiar Cataluña” en atinada expresión de Pablo Iglesias. Envueltos en patrióticas soflamas, así lo exigieron Casado y Rivera en la sesión parlamentaria del miércoles, en que todos pudimos obtener determinadas claridades que facilitan la comprensión de lo que está ocurriendo. Pero resulta que el recurso al agresivo y previsor artículo en cuestión no puede ser un fin en sí mismo, y de hecho su aplicación obliga a intentar restaurar primero, mediante un requerimiento expreso, la legalidad vulnerada. Así, Rajoy, apoyado por Sánchez y por Rivera, aplicó la cirugía del 155 el 27 de octubre de 2017, después de que el 11 de octubre anterior el Gobierno español, siguiendo el trámite previsto, enviase un requerimiento al presidente de la Generalidad de Cataluña para que aclarase si se había realizado o no una declaración unilateral de independencia. Al no recibirse una respuesta aceptable, se aplicó el art. 155 para suspender a la cúpula sediciosa de la Generalitat y lanzar una convocatoria de elecciones con la que se pretendía iniciar otro ciclo político diferente. Lamentablemente, el soberanismo volvió a gobernar tras las elecciones, también por escaso margen.
Ahora, se insta al Ejecutivo a repetir la acción con una frivolidad digna de mejores causas ya que, declaraciones explosivas aparte, no se han cometido vulneraciones de la legalidad que den pie a exigir la reversión. ¿En qué debería fundamentarse la intervención? ¿Qué rectificación habría de exigirse? De hecho, el único escenario de futuro basado en el art. 155 que hoy tendría cierta lógica ante la inutilidad de la mano tendida sería la suspensión de la autonomía por un plazo dilatado hasta que cambie la disposición del soberanismo, como hizo el Reino Unido con el Ulster, pero es muy dudoso que esta opción tenga apoyatura jurídica real.
Como es notorio, la estrategia que maneja el Gobierno se basa todavía en la propuesta de negociación y diálogo así como en un trato correcto que facilite la distensión (el símil del ibuprofeno que ha utilizado Borrell es atinado). Se está actuando en definitiva con buenos modales, pero bajo el paraguas tácito del argumento del 155, de la apelación permanente a la legalidad, que marca los límites de tal negociación, ya que se insiste en que no se tolerará desviación alguna del Estado de Derecho. En esta política, Sánchez reconoce tácitamente que los catalanes tienen perfecto derecho a sentirse agraviados por la mutilación tardía de su Estatuto, que, como es sabido, fue recortado extemporáneamente por el Tribunal Constitucional años después de haber ser sido promulgado. Es decir, después de haber sido negociado entre Cataluña y Madrid, aprobado por el Parlamento español y por el catalán, así como refrendado por la ciudadanía en un referéndum tasado por la propia Constitución. Existió, es evidente, una aberración procesal que la Carta Magna no había previsto pero que no debió haberse consentido ya que fue absurdo que el contraste de constitucionalidad realizado por el TC no se realizara antes del refrendo popular, que debió haber sido como es lógico el cierre del proceso, el último trámite de la renovación.
Sánchez ha resumido, además, su posición en propuestas concretas, que básicamente consisten en que el nacionalismo catalán participe en el consenso y en la génesis de una reforma constitucional, previa a la elaboración de un nuevo estatuto de autonomía de Cataluña. En definitiva, plantea el proceso reformista que en su momento Maragall quiso simplificar en exceso, creyendo que su Estatuto, claramente incompatible con algunos criterios constitucionales, no sería objetado. De momento, hay escasa receptividad por parte catalana, pero ya hay nacionalistas que entienden que esta es la única salida airosa que puede encontrar el soberanismo catalán para no incurrir en el fracaso radical ni en la melancolía.
Naturalmente, el camino no es fácil, y el independentismo no da facilidades al Estado. Torra es un iluso iluminado que cumple con devoción el encargo de mantener la “revolución” pendiente, al dictado de un Puigdemont que se evaporaría si en Cataluña comenzase el diálogo legal. Ante estos excesos, el nacionalismo está experimentando grietas que, aunque rompen el monolitismo y favorecen la disponibilidad al pacto de los sectores más templados, no terminan de abrir camino a los elementos más racionales, supuestamente encabezados por el mudo Junqueras, que son los que deberían desmarcarse de las ensoñaciones imposibles y plantear, con los pies en el suelo, una negociación de futuro.
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