Confieso que a mí el Rey me cae bien. No he sido ni seré nunca monárquico, no creo que la monarquía aporte ventajas inalcanzables para otras fórmulas en la jefatura del Estado. Pero da igual, Felipe me cae bien y mira que no hace nada extraordinario ni se puede decir que se ha ganado el puesto. Dicen que está muy bien formado e informado, pero ni lo demuestra mucho ni lo necesita. Parece poner interés, aunque también se adivina en su lenguaje no verbal que le falta eso que llamamos carácter, tal vez porque su padre se lo puso difícil al exteriorizar una personalidad excesiva cuando se le ponía e incluso cuando no venía a cuento.
Llegó al trono cuando la casa real atravesaba por un momento no demasiado brillante y menos sosegado y, en esta primera etapa, no ha necesitado grandes heroicidades para sobrevivir en una país que, en efecto, es muy difícil, aunque esto no debe mostrarse en un SMS cuando uno es el Rey por muy amigo del colegio que sea el destinatario.
Su primer discurso como Rey fue esperanzador, pero también lo había sido el de su padre requerido por el cardenal Tarancón, con Franco ya en el Valle de los Caídos.
Por distintos motivos, también me caía bien Juan Carlos, un jefe de Estado que apostó su éxito en la casilla de la democracia y le salió bien tras superar una noche de tinieblas y conjuras indescifrables, aunque traicionara la lealtad de quien había sido su amigo y a quien él mismo había confiado la ingente tarea de desmontar el régimen franquista.
Las relaciones del Rey Juan Carlos y Adolfo Suárez llegaron a ser tan tensas que ni se hablaban después de haber sido íntimos y de formar el mejor equipo al frente de la labor titánica de la Transición. Durante la campaña de las municipales del 87 pude ser testigo de cómo hasta el leal Sabino Fernández Campo se acercaba al candidato a la Alcaldía de Madrid, Agustín Rodríguez-Sahagún, para rogar su apoyo e intercesión ante ‘el duque’ a favor del monarca.
Pasarían años hasta que ambos se reconciliaran, cuando ya la memoria de Adolfo flaqueaba y hasta los servicios de inteligencia temían unas memorias de quien conocía todos los secretos del Estado.
Pero quitando este oscuro regate de la historia, Juan Carlos siempre demostró tesón y capacidad para navegar con vientos a favor y en contra. Como establece la Constitución, su hijo Felipe tendrá de nuevo que evacuar consultas para encontrar un candidato a presidente. Rajoy declinó el ofrecimiento y Sánchez no pudo superar su ocasión después de que Pablo Iglesias se propusiera vicepresidente al frente del CNI.
Vivimos un impasse de repetidas las elecciones con un resultado de empate Es por tanto la hora del Rey, en sus manos está el papel decisivo de arbitrar una situación no del todo prevista por los padres de la Carta Magna.
Parece que su equipo redactor de discursos no se esmera lo suficiente o no da con la tecla para que genere confianza. Unas veces lee frases subordinadas complejas y hasta abstrusas, otras se fija solo en las líneas de un guion, a partir del cual improvisa, pero ni en uno u otro caso logra pasar pantalla. Mira que es alto y atractivo, pero lleva un pelo antiguo, unos trajes demasiado convencionales y unas corbatas insulsas. A la vez, su lenguaje no verbal añade pocas señales, ni positivas ni negativas, se lo toma muy en serio, es verdad, pero le falta algo definitivo, se tiene que divertir con lo que hace.
No es fácil, de acuerdo, pero si busca en su interior, encontrará razones para disfrutar. No exageremos, cualquier alarde que intente en este terreno sería considerado una osadía impropia de su alta magistratura, pero, al mismo tiempo, debe acercarse al toro, eso sí, sin perder la compostura o lo que podríamos denominar una cierta majestad popular, “conservador de izquierdas” como se definió Boadella o, todavía mejor, la mezcla perfecta de lo anterior con el “revolucionario de derechas”. Felipe VI sabe muy bien que este país cruel cuando te lo metes en el bolsillo es para siempre, o casi. El Rey tiene que ser la síntesis de este viejo país.
Todos estaremos de acuerdo en que la Reina Letizia transmite con fuerza y pasión, claro porque es su profesión. Cuando coincidí con ella en los informativos de TVE, siempre dije que triunfaría, aunque no podía imaginar entonces este grado de acierto en la premonición.
Creo que el Rey tendría que cambiar algo de su equipo, sus discursos y su puesta en escena y, aunque tiene a la mejor asesora bien cerca, se lo tiene que trabajar él mismo, hablarle a la gente y no pronunciar palabras, transmitir ideas y emociones. Eso es todo. Y lo bueno es que, aún está a tiempo. Y todavía mejor, tiene cualidades y, sobre todo, voluntad para hacerlo.
Mientras tanto, cuando dentro de unos días llegue el momento de recibir a los líderes tendrá que evacuar consultas y preguntar si hay alguna posibilidad de formar un gobierno estable. Pero esta vez, si la situación de bloqueo se vuelve redundante, no tendrá más remedio que arriesgar. Tal vez es el momento de recordar una noche de febrero de 1981 cuando su padre le hizo trasnochar para asistir en persona y en directo al desmontaje de un golpe de Estado.
Tendrá que echarle imaginación y proponer un candidato que pueda ser aceptado por todos o, al menos, por algunos y que permita salir del bucle de elecciones repetidas sin límite. Sí, en efecto, es la hora del Rey Felipe VI. Le estamos esperando para que solucione un problema no previsto en el que nos hemos metido y del que nadie, salvo él, se muestra capaz de sacarnos.
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