Vivimos unos días curiosos en la política española. Cuatro grandes partidos se reparten la parte fundamental de los votos del electorado y, como consecuencia, de los escaños en el Parlamento, pero no son capaces de imprimir acción a sus propuestas.
Estos nuevos líderes que se acaban de presentar en público pidiendo regeneración y cambio, practican la parte de espectáculo que supone la política pero olvidan la acción, es decir lo fundamental que tiene dedicarse al servicio público, esto es, hacer cosas, solucionar problemas.
La reciente repetición de las elecciones parece no haber servido para mucho, ya que todos siguen practicando el veto al resto por todo tipo de argumentos falaces que denominan motivos sin tener ninguna razón, en algunos casos con más o menos argucia barata, pero sin entrar en harina, es decir para justificar la indolencia.
El PSOE se ha situado en el eje del arco y está obligado a decidir. Tiene que pactar con el PP la gran coalición o decantarse por un acuerdo con Podemos. El problema es que no hace ni una cosa ni otra. Tras las elecciones de diciembre pudo entrar en el ejecutivo con el PP o formar gobierno con Podemos, pero curiosamente buscó un pacto con Ciudadanos que no sumaba los escaños suficientes.
Desde Ciudadanos se sigue insistiendo en el veto a Rajoy, pero su rechazo frontal a nacionalistas e independentistas y la negativa a entenderse con Podemos les deja tan solo la opción del acuerdo con populares socialistas, que éstos no aceptan.
Iglesias quiso entregar la presidencia a Pedro Sánchez, sin Ciudadanos, con una calculada ambiguedad con los nacionalistas, quedándose la vicepresidencia y los ministerios más importantes. Aquella rueda de prensa del 22 de enero tuvo el mismo efecto de una bomba lapa.
Mariano Rajoy salió reforzado al pasar de 123 diputados en diciembre a 137 en junio, de forma que el PP recobró el aliento para situar en la presidencia de la Cámara a Ana Pastor como una conquista de alto valor, aunque en pocas horas tuvo que volver a la cruda realidad al comprobar la dificultad de articular un pacto que garantice la gobernabilidad o un mínimo acuerdo que facilite la investidura para empezar a andar.
Estas son las posiciones de salida, básicamente las mismas que desde enero, lo que provoca que vuelva a sobrevolar la sombra de una nueva consulta a unos ciudadanos atónitos, que no dan crédito a lo que ven.
Se habla de soluciones artificiales, la propuesta de un independiente como un técnico, se plantea que el Rey ‘borbonee’ y haga entrar en razón a los partidos, se sugiere una reflexión o una reforma legislativa que permita no tener que agotar los plazos que establece la Constitución entre la investidura y la disolución de las Cortes.
Se escriben ríos de tinta con todo tipo de consejos, pero se olvida una y otra vez que la política es hacer cosas, alcanzar consensos y establecer acuerdos no encaminados a poner vetos, sino a que se aprueben reformas y se mejoren las condiciones de vida de los ciudadanos.
Habría que recordar a los olvidadizos un ejemplo de fuste. A partir de julio de 1976, un joven presidente encabezó una lucha titánica que permitió aprobar la reforma política, legalizar los partidos, hacer la Constitución con un amplio consenso, elaborar los Pactos de la Moncloa con la participación de todos los partidos y fuerzas sociales y todo ello en tiempo récord, en una etapa intensa en la que el país dio un cambio profundo y beneficioso hacia la modernidad que nos lanzó a todos a la conquista del futuro.
Las condiciones para esta gran transformación no podían ser más adversas, a través de un camino lleno de dificultades y enemigos dispuestos a que todo saltara por los aires, pero había algo fundamental, voluntad decidida de un cambio sustentado sobre el espíritu de concordia que definió aquellos años que hoy conocemos como la Transición. Aquel tiempo fue posible porque la política fue sinónimo de acción, hacer cosas.
No pasaría nada porque el partido socialista pactara la gran coalición con los populares o, si le parece mejor, con Podemos. Nadie echaría en cara a Ciudadanos que diera su voto afirmativo a Rajoy, precisamente si después quiere profundizar en la regeneración. Y tampoco estaría mal que Iglesias se olvide por un tiempo del sorpasso y deje a Errejón hacer política, hacer cosas. Este es el nuevo concepto que tienen que entender: política es acción.
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