En los primeros setenta del pasado siglo, antes de la muerte del dictador y de que se iniciara la Transición, la cúpula del PSOE estaba radicada en Francia, y su primer secretario, Rodolfo Llopis, se resistía a convocar el XIII Congreso del exilio porque temía ser desplazado de la dirección y se produjo un enfrentamiento que se zanjó con una escisión, encabezada por el propio Llopis, que fundó el PSOE-r (renovado). En 1974, en efecto, tuvo lugar el XIII Congreso en Suresnes, con el resultado conocido: Felipe González fue proclamado secretario general después de que Nicolás Redondo se negara rotundamente a serlo.
La resolución política emanada del Congreso seguía apostando por la transformación social del país, y mantenía como objetivo del partido “el paso de una sociedad capitalista a una sociedad socialista”, si bien se establecía que para conseguir estas metas el camino a seguir era el de la democracia.
Otro de los puntos básicos de esta resolución era la apuesta por la “ruptura democrática”, es decir, según el PSOE había que tomar directamente el camino de la democracia, de manera que ninguna reforma proveniente del régimen franquista fuese aceptada. Se descartaba por tanto cualquier transición, término que obviamente no había sido inventado todavía en aquel momento.
Además, se exigían los consabidos derechos civiles, tanto personales como sindicales, la libertad de los presos políticos, la disolución de las instituciones represivas… La táctica que se había de mantener consistía en llegar a acuerdos con las diversas agrupaciones antifranquistas y de la izquierda, previa autorización de la Comisión Ejecutiva, y del Comité Nacional.
En cuanto a la cuestión de la ordenación del territorio, el Partido Socialista apostaba por una “República federal de las nacionalidades”, donde se reconocerían los derechos de autodeterminación de las nacionalidades, manteniéndose que “cada nacionalidad puede determinar libremente las relaciones que va a mantener con el resto de los pueblos que integran el estado español”.
Por otra parte, la ponencia de “política Internacional” exponía que el PSOE rechazaba la entrada de España en la C.E.E mientras existiese el régimen dictatorial; el partido se declaraba “hostil al Imperialismo” y rechazaba la situación surgida en Chile tras el levantamiento de Pinochet, a la vez que apoyaba la “revolución de los claveles” de Portugal.
En realidad, según aquel ideario, poco había cambiado el partido con respecto al PSOE de Llopis… salvo los equipos. Se había producido un fuerte salto generacional e ingresaron en la cúpula, todavía clandestina y desconocida por la inmensa mayoría de los españoles, jóvenes brillantes con una amplia experiencia de lo que acontecía en Europa. Algunos historiadores que han analizado aquel proceso han puesto de manifiesto que la importancia de Suresnes pudo observarse por la diversidad de las propuestas que llegaron al congreso desde distintos puntos del exilio y del interior (en aquel entonces, el PSOE contaba con 3.597 afiliados, según sus propios datos, de los cuales 2.548 residían en España y 1.049 eran exiliados),
Algunas de las aportaciones eran “radicales”, como por ejemplo la de la agrupación de Londres en la que se defendía la necesidad de “construir un Partido Obrero Revolucionario” que implantase un sistema socialista en España mediante la Revolución social, o la propuesta enviada por la agrupación parisina, que abogaba por la vertebración de España como una “Confederación Socialista”. Sin embargo, otras reconocían la necesidad de ampliar la base del partido apostando por propuestas “de carácter progresista”, no revolucionario, como la propuesta enviada por la agrupación de Argel. Por lo tanto, ya cabía hablar entonces de un partido socialista en el que coexistían posiciones más moderadas, que eran atacadas por ser consideradas “socialdemócratas”, y por tendencias que iban más allá de las simples reformas y que, aunque fuese exagerado llamarlas ‘revolucionarias’, sí eran radicales y rupturistas.
Aquellas dos almas convivieron con ciertas dificultades al comienzo de la transición hasta el XXVIII Congreso del PSOE, segundo del interior, celebrado en mayo de 1979 (en marzo se habían celebrado las primeras elecciones generales, en las que el PSOE quedó en un prometedor segundo lugar), en el que se escenificó abruptamente la incompatibilidad entre las dos posiciones. El Congreso rechazó la propuesta del entonces Secretario General del Partido, Felipe González, de renunciar al marxismo como ideología oficial del PSOE, frente a una mayoría partidaria de mantener la adscripción encabezada por Luis Gómez Llorente y por Pablo Castellano. Esta decisión provocó la no aceptación de González a asumir la jefatura del Partido, por lo que hubo que crear una comisión gestora. La posición templada ganó sin embargo el Congreso Extraordinario de septiembre de aquel mismo año, con lo que se acabaron imponiendo las tesis socialdemócratas de Felipe González, que ya han prevalecido mayoritariamente hasta hoy, aunque siempre ha habido un ala más radical, que llegó a crear una corriente interna, Izquierda Socialista, minoritaria pero selecta.
La situación actual
Hoy el PSOE está unificado, con escasas divergencias ideológicas internas, Pero también hoy dos almas en la coalición de gobierno, la más socialdemócrata y la más radical, muy evolucionadas, que están conviviendo en la legislatura, con algunos roces notorios que no amenazan sin embargo la singladura. Pedro Sánchez, tan legitimado de origen por la militancia, es un líder socialdemócrata sólido, y si todavía persiste alguna inocua oposición interna en el terreno autonómico, parece evidente que los ministros socialistas forman una piña, sin tiempo ni ganas de generar diferendos que les despisten de los cometidos concretos que han de resolver, y que generan una actividad sin precedentes: la lucha contra la pandemia, que ha producido una gran tragedia sanitaria y ha desatentado los equilibrios sociales, habrá de ir seguida de un proceso de reconstrucción económica que requiere toda la atención unificada del equipo ministerial.
Pero el PSOE gobierna en coalición con Unidas Podemos, una formación de más a la izquierda que tiene dificultades para hacerse notar y ha de recurrir a la estridencia a veces para lograrlo. Y es curioso constatar que el gobierno de coalición sí incide sobre la fractura tradicional y la pone de manifiesto: la formación de Pablo Iglesias actúa en el Ejecutivo como la izquierda de la izquierda, tratando de desempeñar frente a Nadia Calviño el papel que, por ejemplo, representó Alfonso Guerra frente a Miguel Boyer (1982-1985) y a Carlos Solchaga (1985-1993) hasta que dejó el Ejecutivo en enero de 1991. La historia se repite.
El parangón es bastante realista porque en ambos casos la referencia europea fue/es determinante. El principal objetivo de González al llegar al poder en 1982 fue incorporar a nuestro país al Mercado Común e instalarlo definitivamente en el lugar que le correspondía de la comunidad internacional. Ello requería conseguir la necesaria competitividad de nuestro aparato productivo y disponer la apertura económica de nuestro país, y Boyer fue el “liberal” encargado de aquellos menesteres. Comenzó una gran reestructuración industrial en los sectores energético, siderúrgico y naval, entre otros, y se adoptaron medidas de intensa liberalización —de horarios comerciales, entre otros— y de desregulación económica —en los alquileres, por ejemplo, que se indexaron con la inflación y no se prorrogaron automáticamente como hasta entonces—…
Boyer se marchó del Ejecutivo desdeñosamente en 1985, después de la huelga general del 20 de junio de aquel año por la reforma de las pensiones
Todo aquello no complació en absoluto al vicepresidente Alfonso Guerra, aunque Boyer sí tuvo el apoyo de González; pese a ello, Boyer se marchó del Ejecutivo desdeñosamente en 1985, después de la huelga general del 20 de junio de aquel año por la reforma de las pensiones. El sucesor de Boyer en Economía fue Carlos Solchaga, considerado también perteneciente al ala liberal del PSOE (la beautiful people), denostada por la izquierda socialista. Con Solchaga se consumó el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea en 1986 y España se mantuvo a partir de entonces en el marco de juego comunitario, con las lógicas oscilaciones a cada alternancia pero sin grandes saltos en el vacío. Así por ejemplo, Solbes, el último ministro de Economía de González, cedió el cargo a Rato en 1996 cuando ganó Aznar las elecciones, y Rato le devolvió a Solbes la cartera en 2004 cuando Zapatero desplazó a Aznar. El continuismo económico fue notorio, pese a las inclinaciones lógicamente más liberales del PP.
Hoy, aquella dicotomía entre el “guerrismo”, que se arrogó la representación del radicalismo socialista frente a los socialdemócratas de Boyer y de Solchaga, es aproximadamente la misma que mantienen los ministros de Podemos, con Iglesias al frente, y Nadia Caviño como vicepresidenta económica.
Calviño no es neoliberal sino socialdemócrata; proviene de una familia de honda tradición progresista y ella misma ha mantenido una sensibilidad social a toda prueba en todo su ejercicio profesional. Lo que sucede es que Calviño ha sido alta funcionaria en Bruselas —era directora general de Presupuestos cuando la llamó Pedro Sánchez para ofrecerle entrar en el Gobierno—, conoce perfectamente las reglas de juego comunitarias y se niega, como es natural, a cualquier concesión populista. El prestigio de Calviño, que pertenece a la elite política comunitaria y alcanzará sin duda en el futuro alguno de los más altos cargos de responsabilidad multilateral, le permite además hablar con franqueza de los problemas y no ceder ante requerimientos inaceptables de sus socios de coalición. Es muy natural que UP y su líder, Iglesias, quieran diferenciarse del PSOE y mantener su espacio particular, pero se equivocarían si en lugar de combatir a sus enemigos políticos naturales, pretendieran abrir alguna brecha en un gobierno encabezado por Sánchez que tiene la fortuna de disponer de Nadia Calviño a modo de cordón umbilical con la musculatura sanguínea de la UE.
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