No parece difícil de entender que la moción de censura presentada por Podemos contra el Gobierno de Rajoy no ha sido más que el fruto de un error de cálculo de Pablo Iglesias. Algo que el prócer podemita no reconocerá nunca, pero que ha sido una realidad innegable.
La moción fue sencillamente la estrategia que Iglesias urdió para sacar tajada de la crisis del PSOE, que esquemáticamente fue planteada –o así pareció ante la opinión pública— entre quienes, encabezados por Susana Díaz, estaban empeñados en que Rajoy formara gobierno en minoría con la abstención del PSOE, y quienes se oponían a ello, con Pedro Sánchez a la cabeza (la realidad es que Sánchez cumplía así el mandato del Comité Federal, pero esta es otra cuestión que no importa al caso). Mientras, Iglesias, convencido de que la andaluza controlaba todos los hilos del partido y se llevaría el gato al agua, pensó que era momento de interferir en el proceso y de colocar al PSOE entre la espada y la pared.
Como se recordará, la ocurrencia de la moción se hizo pública en plena crisis socialista. La víspera de las primarias, Iglesias celebró una manifestación —bien poco concurrida, por cierto— en la Puerta del Sol para mostrar el impulso inaudito que tenía aquella brillante idea, la de una moción que, de haberse celebrado en las condiciones previstas, hubiera contribuido a reforzar la conocida teoría podemita de las dos orillas: a un lado, el PP y el PSOE (y si se quiere también Ciudadanos), los partidos de la casta, del pasado, del amorfo centrismo, y solo Podemos dominando todo el territorio de la izquierda. Era el paso previo al definitivo asalto a los cielos, que de momento había quedado reducido a una pobre gesticulación ascendente, tanto en las elecciones del 20D de 2015 como en las 26J de 2016.
Pero las previsiones se frustraron: Sánchez ganó las primarias holgadamente, y con un mensaje genuinamente de izquierdas. Ello descolocaba a Unidos Podemos, dejaba sin discurso a los populistas —es el discurso socialista el que tiene cabida en Europa—, le confinaba definitivamente en la extrema izquierda, que es donde Iglesias ha colocado a su partido tras Vistalegre II, con Errejón y la transversalidad arrojados ambos a las tinieblas exteriores, a los últimos lugares de la bancada.
Las interpelaciones entre Pablo Iglesias y José Luis Ábalos en el curso de la fallida moción de censura presentada por Unidos Podemos han sido calificadas como “de guante blanco” por algunos analistas. Iglesias ya había reconocido “algunos errores” propios en sus anteriores intervenciones, que pudieron interpretarse como un cierto arrepentimiento por no haber aceptado la candidatura a la presidencia de Sánchez después del 20D, y en su mano a mano con el nuevo portavoz socialista –un personaje templado y sólido que parece estar en perfecta sintonía con Sánchez— dio muestras de una clara voluntad de aproximación, a pesar de que, como es lógico, Ábalos le recordó con crudeza el episodio: “Hubo una gran oportunidad para echar al señor Rajoy y lograr un gobierno progresista en este país. Sucedió en el mes de marzo del año pasado. Entonces sí daban los números. Pero Podemos decidió sumar sus votos a los del PP y frustrar la investidura de un presidente socialista. Entonces había posibilidad de cambio, y se frustró. No pongan más excusas“.
Y es que este es el insalvable pecado original que perseguirá a Iglesias mientras viva: en aquella ocasión, el oportunista y megalómano dirigente de Podemos no buscaba la regeneración democrática. Ni siquiera un cambio de gobierno de signo progresista: su máxima y única obsesión consistía en convertirse en líder de la izquierda. Después del fracaso electoral que le impidió “asaltar los cielos”, lo importante para él era al menos conseguir el sorpasso, sobrepasar a los socialistas y pasar a ser líder de la oposición. Por esto, en vez de promover el cambio, un gobierno nuevo de coalición entre PSOE y Ciudadanos, provocó nuevas elecciones. Y para garantizarse la segunda plaza pactó con Izquierda Unida, sin ver —en aquel error su categoría como politólogo quedó para el arrastre— que aquella alianza sería contraproducente, que molestaría tanto a electores de IU como de Podemos, que le confinaría en el nicho de la extrema izquierda, en una ubicación ideológica semejante a la que construyó Julio Anguita, quien por cierto andaba muñendo aquella operación. Y como algunos habíamos previsto: Unidos Podemos obtuvo el 26J un millón de votos menos que IU y Podemos el 20D.
Ahora, Iglesias está en la peor situación posible. Su partido está fracturado, y el ostracismo de su ala más moderada y presentable le radicaliza y le impide ocupar más espacio por estribor. El PSOE, que parecía en insoluble crisis, la ha resuelto con inesperada soltura democrática, de forma que con facilidad ocupará todo el hemisferio izquierdo con un bagaje tan progresista como posibilista, en franca competencia con un Unidos Podemos a la baja y lastrado por las reconocibles utopías de siempre. Y finalmente, la clientela natural de Podemos, la de los ciudadanos parados y cabreados que renegaban con razón del sistema por su incapacidad para integrarlos, está siendo cada vez menos abundante porque, como es evidente, cada vez hay menos parados y más gente integrada.
En estas circunstancias, Iglesias es cada vez más consciente de que no hay futuro para él ni para su partido que no pase por el PSOE. Lo que no está tan claro es que al PSOE le pueda interesar la familiaridad con Podemos. En su artículo del jueves, “El PSOE siempre a la altura”, Pedro Sánchez ha manifestado, con toda la ambigüedad necesaria, que se esforzará “para conseguir cuanto antes una amplia mayoría parlamentaria en el Congrfeso que desbanque al PP del Gobierno. Pero si continúan los vetos buscaré decididamente ese apoyo mayoritario al cambio en las urnas”.
Parece claro que Sánchez no transigirá ante el populismo, que tan desatinadamente se ha comportado hasta ahora. Además, la única vez que en esta etapa democrática, que cumple cuatro décadas, la izquierda y la extrema izquierda, el PSOE e IU, fueron juntos a las elecciones, en el año 2000, el resultado fue catastrófico. Y, además,de los proyectos programáticos que se han desgranado, no se desprenden demasiadas afinidades, al margen de los grandes designios y de las buenas intenciones. Muchas de las tesis socioeconómicas de Podemos no caben en Europa, por más que sus expertos económicos –el postergado Nacho Álvarez o el diputado malagueño Alberto Montero— traten de anclarse a la realidad de las cosas. Y las mayorías a que legítimamente aspira el PSOE (las que tuvo hasta hace poco) no habitan en los territorios fronterizos con Podemos y sus llamadas confluencias. En definitiva, el tono educado con que ahora se tratan PSOE y Podemos no significa ni mucho menos que exista de momento una posibilidad de colaboración. Entre otras razones porque Iglesias quiere ser líder y el PSOE, partido de gobierno.
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