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Negociación entre el Estado y Cataluña

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Cataluña 1-O

El articulista José María Ruiz Soroa ha traído a colación estos días en un artículo en la prensa madrileña unas tesis del veterano politólogo boloñés  Angelo Panebianco, profesor en Harvard, Berkeley y en la London School of Economics, que ha publicado importantes ensayos sobre la relación entre  el poder político y la libertad individual, en las que ponía de manifiesto que los consensos federalizantes o confederales que se han conseguido en algunos países para estabilizar la situación y equilibrar las fuerzas centrífugas con las centrípetas se han basado en un contrato apócrifo entre las elites centrales y regionales: estas reconocen a aquellas la soberanía del Estado sobre la totalidad de su territorio a cambio del poder omnímodo de aquellas para controlar políticamente a la población. En cierta manera, este pacto no se diferencia demasiado del que suscribían las monarquías autoritarias con los señores feudales que ostentaban amplios poderes territoriales: acatamiento al monarca a cambio de autonomía para gobernar un territorio. El feudalismo de la Edad Media era un mecanismo mediante el cual los reyes, que no contaban con los recursos económicos ni con la fuerza política necesarios para controlar el reino, dividían su imperio en parcelas que serían administradas por los nobles que, en contrapartida, allegaban recursos (recaudaban impuestos), prometían fidelidad y alistaban a sus subordinados en los ejércitos del rey. Con la particularidad de que si antaño el poder que reclamaban para sí los señores feudales era de dominio físico y de carácter fiscal, ahora los líderes nacionalistas pretenden, además del referido dominio administrativo y material, el poder ideológico para formalizar sociedades homogéneas allá donde existen comunidades híbridas, mestizas y plurales.

En el fondo, lo que está en juego en ambos casos es la libertad de los súbditos. La renuncia de los monarcas a controlar el territorio con tal de recibir el vasallaje de sus administradores reales dejaba a los ciudadanos en manos de la arbitrariedad de una aristocracia no sujeta a normas. Y hoy, el intercambio que planea sobre el conflicto catalán es de índole parecida: mediante el pacto que se sugiere, el nacionalismo más enfervorizado embridaría sus aspiraciones autodeterministas y separatistas a cambio de más competencias, de más poder, hasta el extremo de poder imponer unas políticas cultural y lingüística, unos valores y unas creencias mágicas uniformes, sin control alguno del Estado. Es obvio que esta homogeneidad cultural que el nacionalismo exige e impone —nadie pregunta a los no nacionalistas si les molesta la exhibición de cruces amarillas o de símbolos separatistas— sometería contra su voluntad a la mitad de la población que, según las elecciones y las encuestas, no participa de tales valores. Lo que exige, en fin, el nacionalismo es el derecho de la mitad de los catalanes a sojuzgar intelectualmente a la otra mitad, a someter al silencio, a la neutralización, a quien no se considera partícipe de la comunidad excluyente.

Todo ello, con la conciencia de que el juego no está siendo limpio: todos sabemos —aunque lo nieguen los aludidos— que está en marcha desde hace años una campaña de falsificación histórica y de aculturación en axiomas inventados. Lo que el nacionalismo radical exige mediante chantaje es que quienes niegan la invención de la realidad callen y claudiquen a cambio de ser admitidos en la comunidad y de recibir el calor familiar de la etnia.

Y si las cosas son de este modo, ¿es legítimo que el Estado haga nuevas concesiones, hasta llegar a incluso a fórmulas confederales, a cambio de que el nacionalismo deje de reclamar la fractura de España, que es también (como acaba de explicarse) la de Cataluña? ¿Es legítimo intercambiar esa unidad precaria por la humillación y la absorción de quienes optan por el patriotismo constitucional, por el cosmopolitismo, por el internacionalismo, y se sienten oprimidos por la presión de quienes quieren obligarles a asimilar una identidad monocorde, aldeana, con la que no se sienten en absoluto familiarizados?

La pregunta no es en absoluto retórica, ya que, por añadidura, la propuesta de los soberanistas catalanes no es en realidad democrática.

Una propuesta autoritaria y un problema catalán

Existe una relación indiscutible ente la aprobación el 7 de septiembre por el Parlament de Cataluña de la Ley de Desconexión, sobre la que Antón Costas acaba de escribir con contundente dureza, y la estrategia marcada por Puigdemont de creación de la Crida Nacional Republicana, al mismo tiempo que sometía radicalmente a su obediencia al PDeCat, cuya dirección pragmática encabezada por Marta Pascal –“la mujer que hizo caer a Rajoy”, según algún acertado titular periodístico— ha sido sustituida por otra de la más absoluta obediencia al líder.

Ha habido, en fin, un golpe parlamentario  —llamémosle así como hace Antón Costas, aunque también cabría hablar de golpe de Estado e incluso, quién sabe, de delito de rebelión— en dos fases. Una primera, la referida aprobación el 7 de septiembre de la Ley de Desconexión, una norma explícita y abiertamente inconstitucional que salió adelante sin tener en cuenta los procedimientos establecidos (los constitucionales, los democráticos, los del propio Parlamento y los de los órganos consultivos). El contenido de la norma —ha escrito Costas— coincide con lo que convencionalmente llamamos populismo político autoritario, que consiste en “poner todas las instituciones políticas independientes (como el poder judicial) y las instituciones públicas (como la policía o los medios de comunicación) bajo la dependencia del poder político”. La segunda fase fue, evidentemente, el referéndum del 1 de octubre y la posterior declaración inconclusa de independencia.

Aquel 7 de septiembre, el conflicto catalán dejó de ser un contencioso entre el Estado español y las instituciones políticas catalanas para convertirse en un problema específicamente catalán. Los golpistas, todavía encabezados físicamente por Puigdemont, abolieron el pluralismo catalán, rompieron las normas democráticas que todos los españoles (en la Constitución) y específicamente los catalanes (en el Estatuto) nos habíamos dado, e impusieron un régimen autoritario basado en el unilateralismo, esto es, en normas arbitrarias y del que quedaban excluidos los disidentes.

Quedaba, en fin, específicamente roto el planteamiento que había durado desde los orígenes del régimen democrático según el cual el nacionalismo ejercía pacíficamente su hegemonía en Cataluña a cambio de lealtad constitucional hacia el Estado y de una actitud cooperativa en el parlamento español.

Aquella ruptura, que desembocó en el referéndum fallido del 1-O que no hizo más que corroborar la ilegitimidad de aquellos planteamientos, requería sin embargo una segunda parte: la generación de un gran ‘movimiento nacional’ liderado por un caudillo —exiliado, mártir y víctima, además, de la persecución del enemigo exterior— que aglutine a todo el independentismo con todos sus estamentos. Son los mismos principios y criterios con los que el régimen franquista, cuya legalidad fue también instaurada mediante un golpe no democrático, orquestó una democracia orgánica impulsada por el “movimiento nacional”. Ahora, los partidos no están prohibidos como entonces pero el PDeCAT ha sido laminado y la fundación de la Crida Nacional Republicana, el ‘movimiento nacional’ de Puigdemont, es, como se ha dicho atinadamente, una OPA que pretende claramente absorber a Esquerra Republicana de Cataluña. Como escribe Costas, el proyecto de Puigdemont “busca sustituir la democracia de los partidos por una democracia orgánica apoyada en movimientos populares”. Y continúa: “no sé si el objetivo es dividir a la sociedad en dos mitades irreconciliables y meternos en la política de trincheras, pero ese será el resultado probable. La historia de los años veinte y treinta nos advierte de estos peligros. Especialmente cuando se encuentra con una sociedad débil, atemorizada y enrabiada dispuesta a aceptar caudillismos”.

Es imposible que la sociedad catalana no se percate de lo que está ocurriendo, no vea con más indignación que temor la evidencia de que se está abriendo una profunda fosa en medio de la plaza pública del catalanismo, no entienda que el peligro no está en los excesos del “estado opresor” sino en la dictadura que están instaurando los mesiánicos dirigentes de un proyecto autodeterminista que, en el fondo, tan sólo busca potenciar el liderazgo enfermizo de los cabecillas del invento.

 

Antonio Papell
Director de Analytiks

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