Sea cual sea el desenlace de la cuestión catalana, que la próxima semana alcanzará una fase trascendental (la respuesta de Puigdemont al requerimiento puede desencadenar la intervención de la autonomía al amparo del artículo 155 CE, pero también puede suponer el principio de una cierta distensión), es evidente que el Estado deberá entrar en una fase de reformas que, cuarenta años después de la promulgación de la Constitución, resuelvan algunos anacronismos y recuperen el consenso territorial sobre bases más racionales y equilibradas (hay que tener en cuenta que el Título VIII de la Constitución es procesal: dispone cómo se construye el Estado de las Autonomías pero no lo anticipa ni lo dibuja ni mucho menos lo armoniza por la sencilla razón de que fue erigido después de la promulgación de la Carta Magna).
La reforma es delicada, ya que alguno podría utilizar este proceso para desestabilizar el sistema mediante propuestas radicales que lo llevaran a la quiebra o lo desvirtuaran en sus fundamentos esenciales, pero el designio es inaplazable, sobre todo después de que el modelo autonómico haya saltado por los aires mientras muestra inequidades (no sólo en el caso de Cataluña) y carencias que es necesario resolver. En definitiva, hay que proceder a cambios para preservar la paz y la estabilidad pero con los cuidados precisos para que ese proceso no se desencamine y acabe lanzándonos a un perdedero sin retorno.
Durante los rifirrafes parlamentarios de estas últimas semanas hemos escuchado improperios más o menos explícitos contra el régimen del 78, es decir, contra la Constitución de 1978, que compendió el espíritu de síntesis de la Transición y ha servido de base a cuarenta años de convivencia en paz y libertad, durante los cuales este país ha alcanzado cotas de prosperidad inimaginables entonces, de forma que hemos podido homologarnos con las grandes democracias de nuestro entorno. No se puede decir con fundamento –y, de hecho, nadie lo dice con convencimiento y argumentos— que nuestro sistema constitucional es peor, o más imperfecto, o menos sólido que el francés, el alemán, el norteamericano o el sueco, por poner algunos ejemplos disímiles entre sí. Estamos en la franja alta de la civilización occidental, lo que no significa obviamente que nuestra democracia sea perfecta: no hay sistemas perfectos porque ninguna obra humana lo es y porque ningún régimen democrático pretende la utopía.
Objetivado lo anterior, detengámonos en las críticas que se le formulan. La principal, muy jaleada por Podemos y sus variopintos teóricos, se refiere a la supuesta ilegitimidad de su génesis. Aquella Constitución habría sido fruto de la maquinación de los últimos sectores del franquismo, que, detentando todavía un gran poder real y una manifiesta influencia, pactaron con los sectores progresistas su propia impunidad a través de un régimen que no exigiera rendiciones de cuentas con el pasado.
Tal enunciado es radicalmente falso, como han explicado ya politólogos e historiadores que han consolidado un relato fehaciente de lo acontecido. Es evidente que un sector del franquismo, del que Adolfo Suárez era representante caracterizado, comprendió la necesidad de construir de la forma menos onerosa posible un régimen democrático sobre las cenizas de la dictadura, y emprendió junto al rey, también proveniente del régimen anterior, la erección de una democracia plenamente homologable con las europeas que fuese el resultado de un gran consenso. Las formaciones progresistas, primero reacias a la propuesta, terminaron aceptando pragmáticamente participar en la generación de un gran acuerdo que resultó democráticamente impecable. Y cualquiera que haya tenido cierta inquietud intelectual habrá podido comprobar que nuestra Carta Magna nació inspirada por las grandes Constituciones europeas, a veces transcritas literalmente en algunos apartados. Aquel proceso de confluencia de personalidades del régimen anterior y de la oposición tanto interna como externa a la dictadura fue acompañado de las oportunas amnistías, que saldaron las deudas políticas pendientes.
Es cierto que las víctimas de la dictadura no fueron quizá resarcidas como merecían, pero los actores de entonces tuvieron mayor empeño en construir el futuro que en reparar los efectos del franquismo o en enlazar con lo nuevo con el pasado democrático, la República. Un pasado que obviamente no podía reproducirse íntegramente porque había transcurrido mucho tiempo, una dictadura y una guerra mundial que habían cambiado muchas de las perspectivas. De cualquier modo, no es inteligible que ahora, cuarenta años después, se pretenda objetar la calidad del régimen constitucional con argumentos arcaicos. La realidad es que los autores de aquel modelo atinaron absolutamente, y prueba de ello ha sido la evolución posterior del país. Cuarenta años nos dan la razón.
La otra objeción que se formula al régimen del 78 es sencillamente pueril: pocos de los ciudadanos actualmente vivos pudieron votar en aquel remoto referéndum. Semejante argumento invalidaría, por ejemplo, la Constitución americana, que ha cumplido de sobras dos siglos de existencia. El parlamentarismo no es revisable como concepto, ni caduca por tanto.
Lo indiscutible es que el régimen del 78 ha servido para construir un estado moderno y próspero. Ha permitido gobernar sin problemas a la derecha y a la izquierda democráticas. Ha dado voz y presencia a las minorías, tanto estatales como periféricas. Y, se quiera reconocer o no, ha representado bastante bien a las distintas sensibilidades territoriales. Incluso Cataluña se ha sentido cómoda en España durante décadas, hasta que el fanatismo ultranacionalismo y determinados errores inocultables del propio Estado han sembrado la ponzoña que ha creado el gran malestar.
De cualquier modo, a quienes hoy hablan con desprecio del ‘régimen del 78’ hay que preguntarles acto seguido –y que obligarles a responder sin demora- qué otro régimen erigirían en su lugar. No vaya a ser que alguno sienta todavía nostalgia del experimento venezolano, o quiera construir aquí su propio modelo utópico basado en la democracia directa y asamblearia. Porque muchos pensamos que la Constitución del 78, obviamente reformable y actualizable, no tiene alternativa. Los más de este país queremos seguir pareciéndonos en lo político a los alemanes, los franceses, los italianos, los suecos o los japoneses. Países que siguen la escuela y la tradición del vivísimo Montesquieu, y que disfrutan del mayor grado de libertad que jamás existió en la historia de la humanidad.
Comentarios