Uno de los leitmotivs más llamativos de esta semana que concluye ha sido el de la “crisis constituyente”, como si no tuviéramos conciencia casi todos de que nuestra Carta Magna, que es magnífica, corre el riesgo de perder su prestigio por la inepcia de quienes la gestionan, incapaces de proporcionarle los retoques modernizadores que la libren de los anacronismos sobrevenidos con el paso de los años, reduzcan algún pequeño defecto de fábrica y, sobre todo, desarrollen el Título VIII —De la organización territorial del Estado—, que en nuestra Carta Magna es un texto procesal —se explica cómo es y cómo se hace el Estado de las Autonomías— y ya es hora de que convierta en un texto normativo.
El tema debe ser importante porque nuestros dos periodistas que son además Académicos de la Lengua han publicado sendos artículos en días contiguos sobre el mismo asunto y casi con el mismo título. El día 11, Luis María Anson escribió ‘Crisis constituyente‘ en su sección ‘Al aire libre’ del digital que preside, El Imparcial. Y el día 15, Juan Luis Cebrián titulaba ‘Sobre cómo afrontar la crisis constituyente’ un largo artículo en El País. Ambos textos, muy diferentes en su orientación (casi no haría falta señalarlo), tienen un mismo origen: una previa intervención del ministro de Justicia en el Congreso de los Diputados en la que, tras responder a una interpelante, Juan Carlos Campo explicó que España se encuentra en una crisis sanitaria sin precedentes en cien años y pidió a todos los partidos unidad para “abordar la salida de la misma” conjuntamente. “No es fácil —añadió— porque junto a la crisis constituyente tenemos también un debate constituyente y tenemos que hacer entre todos que sea así, no podemos dejar a nadie fuera”, aseguró. Después, trató de aclarar sus palabras, sin conseguirlo demasiado: recordó que hace 12 años España vivió una crisis de “pirámide social” y justo cuando el país se estaba recomponiendo, llegó la pandemia del coronavirus, “donde nuestro modelo social se rompe”. “Una crisis sanitaria con brotes económicos, pero que realmente lo que determina es una crisis constituyente. Tenemos, entre todos, que abordar la salida de la misma”. Posteriormente, el Departamento de Justicia creyó pertinente aclarar que lo de “crisis constituyente” no significaba la demanda de una nueva Constitución.
Los dos trabajos mencionados son distintos y también de diferente alcance. El de Anson es un breve opúsculo, en el que manifiesta su sospecha de que el influjo de Podemos está intentando provocar un cambio de régimen, tras la abolición de la Constitución del 78 y de la monarquía. ”Para el sanchismo —escribe—, el espíritu de la Transición es un cadáver y hay que sepultarlo para construir una España diferente a la que se consagró en la Constitución de 1978, aprobada de forma de forma abrumadoramente mayoritaria por la voluntad general del pueblo español libremente expresada”. La nueva Constitución modificaría “entre otras cosas, la forma de Estado, estableciendo la República. Pedro Sánchez sería el presidente de esta III República”. Si tal fuera el designio del PSOE, no se puede alegar que no se le están dando facilidades para ello. Y en todo caso, tal propósito chocaría frontalmente con el difícil alineamiento que mantienen los socialistas con la derecha para evitar cualquier tentativa de abrir el melón de la forma de Estado, tan duramente puesta a prueba por el rey emérito don Juan Carlos.
El artículo de Cebrián, desabrido con el gobierno, es más complejo y alambicado. El que fuera primer director de El País coincide en la existencia de una crisis constituyente “que ha de enfrentarse a las dificultades del sistema representativo para hacer frente a la actual perturbación del orden emanado de la II Guerra Mundial”. Ha habido una destrucción del orden representativo por el desplazamiento de los centros de poder y el agotamiento de las estructuras políticas y mediáticas que vertebraban la toma de decisiones. Existe una ilación argumental entre los malestares sucesivos que arrancaron en mayo del 68 y que, más recientemente, se expresaron a través del Occupy Wall Street, el 15-M, la primavera árabe o incluso Me Too. Y se trata, obviamente, de dar una respuesta a las sucesivas demandas, de tratar de construir un nuevo modelo de convivencia que garantice la solidez de la democracia.
Hasta aquí el análisis es impecable, aunque podría considerarse reducido a un alarde de buena voluntad. Decir que hay que reconstruir el sistema representativo es tan emocionante como decir, como hizo la Constitución de Cádiz, que los españoles tenemos que ser justos y benéficos. Y a partir de este punto, el artículo de Cebrián es opinable puesto que aprovecha la ocasión para expresar sus opiniones, no muy favorables, sobre la situación y las mayorías actuales
En todo caso, mi personal interpretación de las palabras de Campo (con quien no he hablado, obviamente) es la siguiente:
La crisis 2008-2014 puso de manifiesto la falta de principios éticos y sociales de la globalización capitalista y la incapacidad del modelo neoliberal de corregir sus propios errores sin cargarlos en la cuenta de la mayoría social. La ineptitud del establishment a la hora de sacar del pozo a las vapuleadas sociedades nacionales en Europa en general y en España en particular —limitemos el análisis al Viejo Continente— ha provocado el descrédito de los partidos convencionales y el ascenso inquietante del populismo, tanto del conservador como del progresista. El “no nos representan” que decoró el mandato de Rajoy, quien puso orden en la economía a costa de elevar la deuda pública a límites inmanejables y de volatilizar y proletarizar la clase media, explicó el agotamiento de un modelo que fue ineficiente porque no tuvo capacidad de ofrecer la menor opción a los jóvenes ni de preservar el status de las clasis acomodadas. Y un sistema en estas condiciones, que además es intensamente corrupto, firmó el acta de defunción… Lo que no necesariamente ha de significar un proceso traumático, ni mucho menos revolucionario, sino de intensa y profunda reforma. Simplificadamente, una crisis constituyente, la necesidad más o menos explícita y evidente de una intensa reforma constitucional que, a partir de la experiencia adquirida, aproveche lo útil de nuestro régimen político y ponga al día disfunciones que lastran nuestro porvenir.
La lista de reformas es larga, pero la necesidad es muy breve: hay que reconocer la crisis constituyente y abrir un periodo de reforma con el mayor consenso posible
Es cierto que los grupos políticos que están integrados en Unidas Podemos, formación coligada con el PSOE mediante un programa impecablemente constitucional, arrancó la década pasada con clara voluntad de retirar íntegramente el régimen del 78 y abrir un nuevo proceso constituyente. Pero las fuerzas nuevas han ido aclimatándose a la realidad de las cosas y Pablo Iglesias compareció a los mítines preelectorales de 2019 con la Constitución en la mano. Quien hoy desautoriza a Unidas Podemos con el argumento de que es una formación ácrata, rupturista, que se propone demoler el sistema vigente y que quiere instaurar una república por el procedimiento del pronunciamiento no dice la verdad. Pero sí es muy cierto que este país no aguanta más con un estado de las autonomías desequilibrado y disfuncional que hay que federalizar, con un bipartidismo ineficiente y torpe, con un sistema judicial demasiado vinculados las otras instituciones… La lista de reformas es larga, pero la necesidad es muy breve: hay que reconocer la crisis constituyente y abrir un periodo de reforma con el mayor consenso posible.
Porque —y en esto tiene toda la razón el ministro Campo— la paciencia se agota; el nacionalismo catalán ha tensado demasiado la cuerda, y sin embargo tiene todavía cuerda para rato por la desunión pecaminosa (en estl) delos constitucionalistas; el coronavirus ha despertado todas nuestras inseguridades, que ya estaban alerta con los cambios que presagia la globalización… Es necesario que PP y PSOE reconstruyan el binomio intelectual hegeliano, que la extrema derecha sea definitivamente aislada por el sentido común y el acierto de los actores moderados; que Cataluña encuentre como respuesta a sus veleidades un proceso constituyente bien conducido que le otorgue un lugar en la federalización del país; que Europa asuma, como parece que va a hacer esta vez, el papel integrador y redentor que puede dar sentido a este aventura que no termina de cuajar… Haca falta, sí, un proceso constituyente, pero no suscitar conatos revolucionarios sino para detener una deriva mortal hacia el vacío.
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