Acaba de saberse que, como se sospechaba, la propia familia de Donald Trump, con Ivanka Trunp a la cabeza, pidió horrorizada al expresidente USA que detuviera a sus hordas que asaltaban el Capitolio para impedir la proclamación de su sucesor, Biden, que había ganado las elecciones. Trump fue, en el mejor de los casos, premioso, y contempló impasible aquel brutal intento de golpe de Estado, de interrupción de la normalidad constitucional.
De momento, se están acumulando pruebas en el Congreso contra Trump, pero este se niega a aportar información vital sobre sus últimas actividades, alegando la inmunidad presidencial (¿les suena?). Y no está claro que la Fiscalía termine encausando penalmente a quien incitó a los suyos a alterar el resultado de unas elecciones, algo que se trata de disimular incluso en las repúblicas bananeras.
Es cierto que el ímpetu del viejo Biden es perfectamente descriptible, pero el aparato político-judicial norteamericano tenía que haber dado ya respuestas en forma de una represalia institucional contra un personaje que representa lo peor del populismo reaccionario, que ha vulnerado las reglas más elementales del pluralismo y que amenaza con volver a presentarse a las presidenciales.
La sola posibilidad de que Trump regrese a la Casa Blanca es destructiva para el orden occidental, que sobrevivió al sátrapa con dificultades.
Los norteamericanos, en fin, no solo se juegan en este asunto su nación sino el equilibrio global. Por eso, la desastrosa ejecutoria de Trump no puede quedar impune.
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