Afortunadamente, va cobrando cuerpo la idea de que el desastre económico de la Covid-19 será asumido en su mayor parte por Europa, ya que se trata de un desastre natural, de una desgracia imprevisible, que suele ser de la incumbencia de las federaciones en los estados federados (o del consorcio de seguros, en los sistemas capitalistas). Pero aunque Bruselas corra con buena parte de los gastos de reconstrucción, la pandemia ha puesto de manifiesto la debilidad de nuestro sector público ya que nuestra estructura de ingresos y gastos no es sostenible si queremos mantener la calidad de vida europea. Entre otras razones, porque la presión fiscal española es siete puntos inferior a la comunitaria. Y los milagros no existen.
En la campaña gallega, Casado ha dicho que Sánchez “nos freirá a impuestos”, sin acabar de ver que los tiempos cambian, y que de la misma manera que la izquierda ha hecho evolucionar el concepto de redistribución social, la derecha ha aceptado la renta mínima vital y el papel del Estado como prestatario de los grandes servicios públicos, promotor de la iniciativa público privada y garante del bienestar de la sociedad civil.
La crisis económica causada por la covid-19 es bien distinta de la anterior crisis financiera y de deuda, aumentada en España por la burbuja inmobiliaria, y en todo caso disponemos ahora de la experiencia adquirida en aquella ocasión, en que, tras algunas vacilaciones de Alemania y del G-20, se sustituyeron rápidamente los instrumentos expansivos, keynesianos, por políticas de severo ajuste, mediante recortes brutales que afectaron al nivel de vida de los países más dañados por una crisis que provenía de los abusos del sistema financiero internacional, depravado y desregulado, que regó las instituciones crediticias de hipotecas basura como si fueran activos de ley. La terapia resultó fallida, y nadie sabe hasta qué fondo podíamos habernos hundido si el presidente del BCE, Mario Draghi, no hubiera aplicado con arrojo sus políticas monetarias expansivas que mantuvieron sólido al euro y acabaron con la especulación de las deudas públicas.
En esta ocasión, la crisis se debe a una caída brutal de la actividad económica a causa de las políticas de confinamiento para evitar los contagios. En teoría, bastaría con recuperar la actividad tras el desconfinamiento, pero la resiliencia de los sectores no es siempre la misma, y no es lo mismo recuperar una actividad manufacturera que poner en marcha el turismo después de un cierre general. En todo caso, los Estados de la UE y las instituciones comunitarias entienden a la perfección que el objetivo es ahora reconstruir lo devastado cuanto antes, para lo cual es necesario invertir lo que haga falta en el menor tiempo posible. Prueba de que así se ha interpretado es que la Comisión Europea levantó de inmediato el Pacto de Estabilidad y Crecimiento para que los Estados se endeuden todo lo necesario para abreviar el periodo de depresión.
Aparte de las reacciones oficiales, es evidente que la ciudadanía de este país (y de todos los demás afectados por la pandemia) se ha percatado del valor que tiene la sanidad pública, que es la que nos ha sacado del atolladero a pesar de los recortes (entre ambas crisis, de 2011 a 2017, la inversión en Sanidad cayó un punto de PIB). De no haber sido por esta infraestructura sanitaria y por una dirección asimismo estatal que ha tenido que improvisar en un Ministerio de Sanidad vaciado por un autonomismo mal diseñado, los daños personales hubieran sido mucho mayores.
También ha visto la ciudadanía como una política económica adecuada es capaz de ofrecer soluciones a estas crisis: los ERTE han ayudado extraordinariamente a facilitar el recorrido en “V” del sistema, y la creación de la renta mínima permitirá subsistir a las muchedumbres que ya se agolpaban a las puertas de la beneficencia. Todo ello sin contar con que la recuperación económica y de la inversión deberá recurrir a la iniciativa público privada, que es la gran herramienta del progreso en los estados modernos.
El Estado tiene que desempeñar un papel civilizador y protector, en tanto la sociedad civil ha de explotar sin trabas su creatividad y su capacidad de crear riqueza.
En definitiva, el viejo tópico de que la derecha baja impuestos mientras la izquierda lo sube, o el debate anémico entre las políticas de oferta y de demanda, cae por su propio peso, por desgastado e irreal. El Estado tiene que desempeñar un papel civilizador y protector, en tanto la sociedad civil ha de explotar sin trabas su creatividad y su capacidad de crear riqueza. Por eso, es deprimente que no acabe de entender la derecha española que quienes pedimos una presión fiscal semejante al promedio europeo (hoy estamos siete puntos por debajo) no somos unos radicales feroces e irreductibles sino simples partidarios de la racionalidad que cunde en esa Europa que nos cobija.
Una nueva política industrial
Carlos Solchaga es el padre de la conocida afirmación “la mejor política industrial es la que no existe”. Durante un largo tiempo, este fue el criterio transversal de Occidente, practicado por liberales y socialdemócratas, salvo en Francia, donde el Estado, tanto en manos de conservadores como de progresistas, ha mantenido siempre un intervencionismo claro en sectores como el acero, la automoción o la energía, entre otros. En cualquier caso, la ortodoxia neoliberal era partidaria de dejar que la mano invisible del mercado asignara los recursos, de que el Estado no interfiriese y de que los procesos productivos se autorregulasen mediante la competencia.
Pero estas certezas han comenzado a tambalearse hace algún tiempo, en especial por la creciente presencia de China, una economía intervenida que hace competencia desleal universal en el marco de la globalización. El coronavirus nos ha permitido tomar conciencia de la situación, ya que al comenzar a expandirse un patógeno desconocido, que además era de procedencia china, nadie disponía de material sanitario suficiente… salvo la propia China, que ha terminado suministrando mascarillas, respiradores y toda suerte de protectores y utensilios a la comunidad internacional. Así hemos conocido también que la mayor parte de los antibióticos y de las medicinas en general que se consumen en el mundo están fabricados en China. En todo Occidente, han surgido voces clamando por la creación de una industria europea de la salud, que nos permita ser autosuficientes y no depender de terceros como actualmente. No se trata, es obvio, de renunciar a los merados abiertos, con las ventajas que ello comporta, ni de predicar una absurda autarquía como la que intentó el primer franquismo sino de introducir algunos elementos de seguridad de abastecimiento en un mundo fracturado en que los conflictos blandos pueden extenderse con facilidad. De otra parte, es claro que la integración de proveedores autoritarios en los circuitos comerciales constituye con frecuencia dumping fiscal, que perjudica a todos los actores. Es una obviedad que los bajos precios de la mano de obra en China o en la India son la consecuencia de la explotación de los trabajadores, sometidos a condiciones laborales inhumanas y privados de derechos sociales.
La primera señal de que el concepto de política industrial recobraba vida en la UE —es decir, en Alemania, donde se había criticado por sistema la postura intervencionista francesa— tuvo que ver con argumentos laborales: los puestos de trabajo en la industria son de calidad, están bien remunerados y poseen envidiable estabilidad. El cambio de postulados llegó cuando se mitigaba la crisis anterior: en enero de 2014, la Comisión presentó la Comunicación titulada «Por un renacimiento industrial europeo», que se centraba en invertir la tendencia del declive industrial y alcanzar el objetivo del 20% del PIB para las actividades manufactureras para 2020.
A la industria se deben más del 80% de las exportaciones europeas y de la investigación y la innovación privadas, lo que indica que su importancia es mucho mayor de lo que parece desprenderse de su proporción en el PIB
En el preámbulo de la Comunicación, obra de Antonio Tajani, entonces Vicepresidente de la Comisión y Comisario de Industria y Emprendimiento, se dice textualmente: “La Unión Europea está empezando a salir de la recesión más larga de su historia, que ha subrayado la importancia que tiene un sector industrial fuerte para la resistencia económica. El papel que desempeña la industria en Europa va mucho más allá de la fabricación: del aprovisionamiento de materias primas y el abastecimiento energético a los servicios a las empresas (logística) o a los consumidores (servicios posventa de bienes duraderos) o el turismo. A la industria se deben más del 80% de las exportaciones europeas y de la investigación y la innovación privadas, lo que indica que su importancia es mucho mayor de lo que parece desprenderse de su proporción en el PIB. Casi uno de cada cuatro puestos de trabajo del sector privado se encuentra en la industria y suele requerir una alta cualificación, y cada empleo adicional en el sector manufacturero genera entre 0,5 y 2 empleos en otros sectores. No obstante, la proporción de la industria manufacturera en el PIB disminuyó hasta el 15,1% en verano de 2013, y está muy lejos del objetivo del 20% para 2020, que la Comisión presentó en 2012″.
El objetivo no se ha conseguido, ni en Europa ni en España. Antes al contrario, en nuestro país el sector industrial representaba el 18,7% del PIB en el 2000 y a finales de 2019 sólo significaba el 16%.
El ‘peligro chino’ fue percibido en Alemania en 2016, cuando Berlín descubrió que el país asiático había invertido en 2016 unos 11.500 millones de euros en adquisiciones de empresas germanas; la mayor parte de estas compañías eran de alta tecnología. En 2015, las inversiones chinas en Alemania no llegaban a los 1.000 millones de euros… Entre otras compras, China adquirió la firma de robótica germana Kuka mediante una operación valorada en 4.500 millones de euros, sin que nadie se percatara de que la operación estaba en marcha, según el semanario liberal Die Zeit. En 2017 China se hizo con otras 57 empresas alemanas –once menos que las adquiridas en 2016— lo que terminó de disparar las alarmas. La potente Federación de la Industria de Alemania (BDI) se ha mostrado frontalmente en contra de compras como la de Kuka o adquisiciones más recientes como la del 10% del consorcio automovilístico Daimler, responsable de marcas como Mercedes-Benz o Smart. Desde principios de 2019 rige una disposición del Gobierno de la canciller Angela Merkel según la cual Berlín puede intervenir y frenar la entrada de capital extranjero en una firma alemana cuando la inversión sea igual o mayor al 10% del accionariado. La medida busca así proteger “infraestructuras sensibles”, en expresión del Ministerio de Economía germano.
El cambio alemán de postura ha sido muy revelador. La mencionada BDI ha puesto sobre la mesa la cuestión clave: China es una economía dirigida y lo seguirá siendo, por lo que es absurdo intentar competir con ella con las exclusivas armas del mercado y la competencia. Por eso la BDI apuesta por aplicar más recursos públicos en “investigación, desarrollo, educación, infraestructura y tecnologías innovadoras” e invita a alemanes y europeos a crear una “ambiciosa política industrial para Europa” enfocada hacia “la innovación, la regulación inteligente, los partenariados sociales, la infraestructura y la promoción del comercio libre”. De hecho, Alemania, de la mano del actual ministro de Economía y Energía, Peter Altmeier, ha producido una “Estrategia industrial 2030”, cuyo subtítulo es “Directrices estratégicas para una política industrial alemana y europea”. La sola idea de que tal documento podría redactarse hubiera chirriado hace apenas unos años.
La necesidad de una política industrial no sólo es defensiva. Como ha escrito recientemente Antonia Díaz en un artículo publicado en ‘Nada es gratis” (“Política industrial: el regreso”), están actualmente dos grandes revoluciones en marcha, la digital y la ecológica, que han de pugnar con la pandemia del coronavirus y el cambio climático, por lo que “tenemos que transformar rápidamente nuestros sectores productivos para que sean seguros, digitales y ecológicos. Esa rapidez requiere de coordinación para explotar complementariedades y sinergias. Esa coordinación sólo puede ser pública. La cuestión, por supuesto, es cómo hacerlo”.
A los gobiernos les corresponde responde determinar ese cómo. Muchas acciones pueden considerarse política industrial sin necesidad de llegar a hablar de planificación. Por ejemplo, aquellas políticas fiscales que faciliten a las empresas conseguir un tamaño óptimo o al menos ganar en productividad son políticas industriales. Igualmente, las decisiones de descarbonización, electrificación, automatización, etc. estimulan la industria. Una buena I+D pública a disposición de Nissan para avanzar en vehículos eléctricos quizá hubiera evitado el cierre de la fábrica catalana… Es solo un ejemplo que ilustra sobre la vastedad del campo de trabajo.