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Crisis económica e inestabilidad política

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Crisis económica
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Los síntomas de desaceleración están dando paso a signos cada vez más alarmantes de una posible recesión. Alemania ya bordea el precipicio, con un trimestre en crecimiento negativo, el Banco de España ha rebajado la previsión de crecimiento para este año del 2,4 % al 2 % y los organismos supranacionales han revisado a la baja prácticamente todas las previsiones a escala global (la previsión de crecimiento de la eurozona para 2019 es la menor desde 2013).

Las razones de esta situación que afecta  a la UE y que es reflejo de un problema global son conocidas: aunque el consumo de las familias mantiene su vigor tras la salida de la gran crisis y el ulterior periodo de crecimiento, la inversión del sector privado se ha cuasi paralizado, entre otras razones por el debilitamiento del sector exterior, dada la gran crisis comercial abierta por la pugna entre los Estados Unidos y China y de resultado totalmente incierto mientras Trump siga en la Casa Blanca, generando inestabilidad y dudas sobre el multilateralismo.

En estas circunstancias, la política monetaria del BCE es ya ineficaz porque el efecto de las nuevas medidas expansivas, cuando los tipos de interés son negativos, resulta inapreciable.

Por eso Draghi ha venido insistiendo en la necesidad de que sea el sector público de los Estados que estén en buenas  condiciones el que impulse economía global mediante inversiones productivas que generen un efecto multiplicador. En el caso de la Unión Europea, Anton Costas sugería tres campos de inversión: 1.-en servicios públicos fundamentales (educación, sanidad); 2.-en infraestructuras de comunicación y conectividad, y 3.-en inversiones para la transición ecológica.

Pendientes de Alemania

Todas las miradas se vuelven a Alemania, la locomotora de Europa, que sin embargo mantiene una obsesiva preocupación por la estabilidad presupuestaria, hasta el extremo de no haber contribuido a mitigar la crisis anterior, de la que todavía no nos hemos rehecho completamente. Esta vez, Alemania, que ha reducido la deuda su 58 % del PIB, ha alardeado de capacidad inversora -el ministro Scholz ha sido muy explícito—, y de hecho Berlín acaba de anunciar un multimillonario paquete de medidas ambientales, que permitirán a la primera potencia europea cumplir sus compromisos de reducción de emisiones; las inversiones, que afectarán a numerosos sectores de actividad —transporte, agricultura, vivienda, etc,— alcanzarán los 40.000 millones de euros.

Estas inversiones son problemáticas porque las medidas ambientales pueden lesionar otros sectores como la industria —no es lógico dudar que la descarbonización reducirá muy significativamente el tamaño de la industria automovilística—, de forma que habría que movilizar más recursos europeos para financiar las políticas de cambio climático y sus consecuencias negativas sobre sectores laborales y sociales frágiles. Para ello, se debería revisar de una vez el pacto de estabilidad, que es claramente procíclico y no anticíclico, como quiere la mayoría de los países europeos, con las excepciones conocidas de Alemania y Holanda. La nueva Comisión ha intentado ya avanzar por ese camino en la reunión celebrada este mismo mes en Helsinki, y la respuesta de los países mencionados ha sido negativa. Cuando lo lógico sería que se vigilase que el crecimiento del gasto público no supere el crecimiento del PIB.

Vías intermedias

Caben otras vías intermedias para estimular la inversión pública, como la eliminación de determinadas inversiones del cómputo formal del déficit, o auspiciando la financiación directa por el BCE… Pero lo cierto es que no tiene sentido que se acumulen recursos improductivos y no retribuidos mientras se recuperan propuestas de austeridad que ya no serían digeridas pacíficamente por una opinión pública muy sensibilizada.

A escala española, la actual provisionalidad política resta al país gran parte de su capacidad de maniobra, ya que la política presupuestaria está paralizada y el gobierno no dispone de márgenes para actuar sobre los gastos ni sobre los ingresos más que a través de subterfugios de escaso recorrido. Asimismo, la interinidad gubernamental impide afrontar reformas absolutamente urgentes, cuyo aplazamiento puede tener efectos irreparables.

De hecho, la necesidad de afrontar tanto la amenaza de crisis como la obsolescencia de nuestras estructuras económicas debería ser un acicate decisivo para gobernar.

La inestabilidad es insostenible

La dolosa premiosidad con que hemos asumido la inestabilidad interna que arrancó hace ya casi cuatro años, con las elecciones de diciembre de 2015, ha sido sostenible, como se ha dado a entender más arriba, gracias a que el país avanzaba viento en popa desde 2014, saliendo con ímpetu de la crisis y a una velocidad de crucero muy notable, superior a la del entorno y al promedio de la UE.

Ahora las circunstancias han cambiado, y la estabilidad gubernamental es un requisito sine qua non para capear la crisis con solvencia. No basta con las medidas de política monetaria que pueda adoptar el BCE: es necesaria la intervención activa del Gobierno para poner en marcha una política económica anticíclica, coordinada con Bruselas, que requerirá restablecer los equilibrios económicos y replantear los capítulos de ingresos y gastos públicos.

Lo que ha de hacerse es conocido: es preciso reconstruir el sector público mediante una política fiscal adecuada, incrementar la inversión productiva -hay un campo abonado para la inversión verde que encontrará además potente apoyo comunitario-, intensificar el esfuerzo en reformas, modernización (inversión en I+D) y formación, de forma que se recupere el sector exterior, un motor del que no podemos prescindir. Pero para a punto la economía, es necesario disponer de presupuestos actualizados, reformar el sistema de financiación autonómica, definir el sistema de pensiones y sus fuentes de financiación, etc…

Antonio Papell
Director de Analytiks

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