Alfonso XIII, abuelo de don Juan Carlos I, perdió el trono porque no supo conservar ni impulsar el ensayo democrático de la Restauración y colocó arbitrariamente al frente del Estado a un militar africanista que presidió una reprobable y anodina dictadura; finalmente, los votos de los ciudadanos en unas elecciones municipales forzaron, en abril de 1931, el exilio apresurado, irreversible y clandestino del monarca, quien nunca más regresaría a España, que se refugió en la Italia de Mussolini y que dejaba tras de sí al marcharse la Segunda República Española.
Es obvio que las circunstancias son hoy muy distintas. El régimen goza de buena salud, la democracia está (pese a todo) intacta y la Corona, tras la abdicación de un desfondado Juan Carlos I en 2014, ha resurgido con las dificultades imaginables y cumple impecablemente sus escasas pero relevantes funciones constitucionales, incluso la simbólica de preservar la unidad del Estado y representar los grandes valores sobre los que se erige la Carta Magna. Contra lo que manifiestan los separatistas catalanes, el discurso del 3 de octubre de 2017, que reivindicó la unidad no sólo del Estado sino también de la nación, consolidó al nuevo monarca de forma semejante al hito del 23-F de 1981, cuando Juan Carlos se puso al frente de la oposición al golpe de Estado militar.
Pero precisamente por toda la carga inmaterial que ostenta una institución de tanta densidad histórica, hubiera sido conveniente no reproducir la imagen plástica de la salida del Rey emérito del país por la puerta de atrás. La Fiscalía —en este caso la del Supremo, por el aforamiento que lo ampara— está investigando presuntos delitos económicos que se le atribuyen, y cuya mera sospecha ya obligó al Rey en ejercicio a tomar determinadas medidas para proteger la institución de lo que pueda derivarse de tales pesquisas. Y es bien sabido por la opinión pública que cuando la Justicia abre una causa, se asegura de que los encausados estén a su disposición y no salgan del país. Hay una paradójica contradicción por tanto entre esta marcha por sorpresa y el reconocimiento público de que existe una inquietante investigación en curso, que por supuesto no ha destruido aún la presunción de inocencia. El abogado de don Juan Carlos ha emitido una nota en la que asegura que el rey emérito está a la entera disposición de la Justicia —un extremo que debió haberse hecho constar en la nota oficial de la Zarzuela—, pero esta puntualización obvia no resuelve los aspectos vidriosos de la decisión, que, adornada con el innecesario misterio sobre el paradero del rey emérito, ha acaparado las portadas de toda la prensa internacional.
La otra opción, que algunos hubiéramos considerado más adecuada, hubiera sido que, si a la luz de las primeras investigaciones la Fiscalía del Supremo hubiera decidido proseguir las actuaciones, don Juan Carlos se hubiese retirado de su última residencia en la Zarzuela, una dependencia del Patrimonio Nacional, y se hubiera alojado en una vivienda adecuada, que sin duda hubiera sido muy fácil de encontrar en su propio entorno de amigos personales. Tras la instauración de la monarquía en 1975, Don Juan de Borbón, padre del Rey, vivió muchos años de prestado en una mansión de la Moraleja, precisamente para no generar conflicto institucional alguno. Desde un retiro de esta naturaleza, el rey emérito no hubiera interferido con las instituciones ni hubiese lanzado al mundo el poco edificante relato de una falsa huida que deja entrever el fantasma de Alfonso XIII y que da pie a todas las hipótesis.
Es inexcusable que la Justicia actúe para que se cumpla el axioma de que la ley ha de ser igual para todos, pero hay razones de Estado que podrían recomendar que el rey emérito reconociera personalmente, de manera discreta y clara, sus errores ante la Fiscalía del Supremo, el Tribunal dictara su sentencia y el Gobierno procediera a indultar en el acto a quien, además de haber cometido llamativas equivocaciones, ha prestado innegables servicios al país y ha contribuido a que España, que era un pobre país autoritario y tercermundista hace medio siglo, sea hoy una gran democracia y una de las primeras potencias de la tierra. Durante décadas, antes de arruinar su propio retrato, Juan Carlos, a quien se consideraba nuestro primer embajador, ha mostrado una imagen limpia y moderna de España, que es la que todavía prevalece cuando el tiempo del anterior monarca ha pasado.
Los que estamos simplemente comprometidos con la actual Constitución tenemos la obligación de no confundir una deriva insólita y aislada con el espíritu de aquel gran movimiento que cuajó en el fecundo régimen del 78
Por desgracia, hoy tenemos que asistir a un final lamentable, que no debe empañar a una institución que se ha rehecho rápidamente con otro titular, don Felipe, que ha devuelto la prestancia y la funcionalidad a la jefatura del Estado. Quienes quieran un cambio de régimen tienen ya su carnaza, pero los que estamos simplemente comprometidos con la actual Constitución tenemos la obligación de no confundir una deriva insólita y aislada con el espíritu de aquel gran movimiento que cuajó en el fecundo régimen del 78. El Pacto Costitucional sigue vigente, como manifestó el presidente del Gobierno hace pocos días.
Es pronto para efectuar un análisis histórico e incluso un buen análisis político del Borbón de la última restauración, pero quizá valdría de ayuda en los juicios de valor que vayan a hacerse en los tribunales y en los medios una prospección sobre la imagen que tendrán nuestros biznietos de don Juan Carlos I. Quizá los textos de historia de los futuros bachilleres expliquen que Juan Carlos, con una mezcla de intuición, convicciones y sentido de supervivencia, consiguió pilotar el dificilísimo tránsito de una dictadura militar a una gran democracia parlamentaria todavía en vigor mediante la apelación a la superación de la guerra civil y la reconciliación de todos los bandos enfrentados. Posteriormente, logró impulsar la imagen de España, consiguiendo su tardía incorporación a la Unión Europea y su ascenso a los primeros lugares del escalafón de desarrollo mundial. En sus años de declive, don Juan Carlos, juerguista y mujeriego, que había sido respetado en las primeras décadas de su reinado por los medios que ocultaron sus devaneos en señal de agradecimiento por los servicios prestados, se vio envuelto en algunos turbios asuntos de faldas que le obligaron a abdicar, primero, y le amargaron luego los últimos años de su vida.
Si este va a ser después de todo el juicio del futuro, no deberíamos enzarzarnos tanto ni con tanto énfasis en las deliberaciones actuales sobre una institución que tiene el enorme defecto de ser encarnada, como las demás, por personas comunes, capaces de lo más sublime y de lo más vulgar.
Si hubiera que decirlo más claro, podría afirmarse que tendría todo el sentido que nos embarcáramos en un cambio de modelo de Estado —hay un debate académico abierto sobre si la dicotomía monarquía-república versa sobre el modelo de Estado o sobre el modelo de gobierno— si la monarquía reinante hubiera interferido en el desarrollo democrático español, hubiese ralentizado nuestra evolución en el mundo, hubiese puesto en riesgo la unidad del Estado o la vigencia de los grandes valores constitucionales… En tal caso, podría valer la pena proceder a la reforma constitucional, que está lógicamente prevista en la Carta Magna —las constituciones democráticas son siempre abiertas— y que en todo caso requiere trámites complejos y engorrosos. Pero ni la monarquía ha tenido tales efectos perversos sino todo lo contrario, y los últimos conflictos se han zanjado sin que la institución haya quedado desvanecida o falta de autoridad en momento alguno: la abdicación fue oportuna y pertinente y los pasos que está dando Felipe VI podrán ser objetados pero sin duda persiguen la descontaminación de la Corona, que está como siempre en su sitio. En estas condiciones, vale más arrimar el hombro y trabajar en favor de la estabilidad que dar rienda suelta a raptos de indignación no siempre sinceros ni legítimos en boca de quien los profiere.
Teoría de la coalición
Poco antes de la muerte de Franco, el magnífico y progresista periodista Eduardo Haro Tecglen publicó un curioso “Diccionario político” para tratar de instruir a las jóvenes generaciones de entonces acerca de las particularidades de la democracia, que tan sólo habían podido conocer de oídas. Y su definición de “Coalición” comenzaba de esta forma: “Muchas veces, en países parlamentarios y democráticos, el partido mayoritario no tiene la mayoría absoluta y no puede gobernar: necesita apoyarse en otro o en otros para formar gobierno. Se llega entonces a la formación de una coalición sobre términos de compromiso por los que cada uno de los partidos renuncia a sus puntos doctrinales y programáticos que puedan ser decididamente contrarios a los otros para establecer un programa de gobierno común y las carteras ministeriales se dosifican”.
Tal definición, que antecedía a una digresión sobre las clases de coaliciones, nos recuerda los elementos principales de un modo de constituir mayorías de gobierno que aún permanecía inédita en esta ya dilatada etapa democrática.
La coalición de gobierno entre PSOE y Unidas Podemos no tiene un precedente reciente —el último gobierno de coalición en España antes del de Sánchez fue en 1939, el republicano de Negrín antes de la derrota, con PSOE, PCE, ERC y PNV— y no es extraño que haya habido dificultades, quizá más aparentes que reales, para implementarla, y que en la práctica se esté improvisando con general acierto el funcionamiento de una asociación que, por definición, es entre partidos diferentes —con distintos idearios y objetivos— y sin embargo lo bastante próximos como para confraternizar en las instituciones y pactar un programa común.
En España, el régimen actual arrancó en 1977 —las primeras elecciones generales fueron ese año— y despegó definitivamente con la Constitución de 1978 con equipos con nula experiencia política democrática. Desde el primer momento, se constató la tendencia natural del sistema hacia un bipartidismo imperfecto con presencia de los nacionalismos periféricos y del Partido Comunista, que es lo que había deseado el constituyente al diseñar las normas electorales e introducir la ley d’Hont que mitigaba la proporcionalidad. Y los politólogos de la época defendieron aquel modelo, que era lo bastante inclusivo para que la inmensa mayoría se sintiese representada, facilitaba la gobernabilidad y daba lugar a una saludable y refrescante alternancia. El PSOE tuvo una relación distante con su adlátere comunista —después Izquierda Unida—, con quien nunca estableció verdaderamente un ”programa común” como había ocurrido antes en Francia o en Italia, y en alguna ocasión llegó a plantearse en la pura teoría la formación de una gran coalición PP-PSOE, que sólo podía tener sentido —se pensaba— en momentos de grave emergencia nacional que requirieran el agrupamiento de todos los demócratas: tras el 23-F, tal posibilidad llegó a ser expuesta ante el Rey, sin que llegase a prosperar por innecesaria.
A partir de las elecciones generales de 2015, el bipartidismo imperfecto saltó por los aires y la gobernabilidad se resintió profundamente. Aquellas elecciones no ofrecieron un resultado viable porque no hubo forma de investir a un candidato: el PSOE y Ciudadanos firmaron un acuerdo de gobierno (realmente un acuerdo de coalición) en febrero de 2016 que agrupaba en total 130 escaños y que no pudo ir más allá por la negativa irreductible de Podemos a sostenerlo. Aquel fue el primer intento de coalición, que fracasó. Finalmente, el pacto PSOE-UP se produjo con gran rapidez tras las elecciones de noviembre de 2019, que eran la repetición de las de abril del mismo año, de las que tampoco fue posible obtener la investidura de candidato alguno.
El modelo adoptado por Sánchez e Iglesias es de los llamados de programa. Se basa en repartirse proporcionalmente el consejo de ministros y en acordar varios centenares de objetivos que deben formar el programa de la legislatura. Queda explícito que se trata de organizaciones distintas, cada una con su ideario propio, que no coinciden en algunas materias pero que están lo suficientemente cerca para que exista una sintonía real ente ambas.
Hay que reconocer que de momento el modelo funciona (sin olvidar que en la actualidad UP está en estado de suma debilidad, después del fracaso electoral en la periferia, que culmina un descenso notable en le conjunto del Estado en noviembre del año pasado, y ello ayuda a mantener la alianza sin tensiones). En los últimos días, han sido públicos y notorios los desacuerdos sobre contar o no con Ciudadanos para los Presupuestos del Estado y sobre el tratamiento dado al asunto del rey emérito, pero el gobierno sigue funcionando con normalidad.
Podría decirse que se está empezando a formar una cultura de coalición que no existía, y que, de prosperar en todos los recovecos del espectro político, pondría fin a nuestra aparentemente crónica inestabilidad. Ahora es momento de formalizar unos presupuestos generales del Estado, que no sólo han de servir de pauta al gobierno sino que han de ser cauce de las ayudas recibidas de Europa, que deberían ser gestionadas por una potente mayoría capaz de mantenerse a largo plazo. Habrá que ver si este designio fructifica, lo que sólo ocurrirá si se templan los ánimos y la controversia parlamentaria regresa al menos al territorio posibilista de la buena educación.
Comentarios