La crisis 2008-2014 ha sido de tal magnitud y ha revolucionado hasta tal punto el statu quo social que habíamos conseguido entre todos con la maduración del régimen democrático que los ciudadanos se han sentido desvalidos, solos, desgobernados en mitad de la vorágine y han actuado en consecuencia.
Tenían razones para ello. En el preámbulo de la doble recesión española, reflejo autóctono de la gran recesión global, se nos negó hasta la saciedad la posibilidad de que ocurriera un simple atisbo de la catástrofe que finalmente sobrevino con toda su brutal intensidad. Se nos llegó a decir que, con la globalización, los ciclos económicos habían terminado, o, como mucho, que tan sólo actuarían los célebre ciclos largos de Kondratieff, de forma que podíamos confiar en una especie de bonanza perpetua. Se nos negó a la cara reiteradas veces y por los sucesivos gobiernos que existiera una peligrosísima burbuja inmobiliaria cuando aquí se construían más de 700.000 viviendas al año, el cuádruple de las que se necesitaban realmente y más que las que edificaban conjuntamente Francia, Alemania e Italia. Y se nos dijo que, por una inescrutable conjunción astral, podríamos disfrutar del mejor estado de bienestar de Europa con la menor presión fiscal del continente… Esto era Jauja en vísperas del gran cataclismo.
Llegó sin embargo la hecatombe. El desempleo superó pronto el 25 % —una tasa sin precedentes en el mundo desarrollado– y hubo que acatar dócilmente una política de austeridad impuesta desde fuera que generó una súbita y duradera desigualdad que todavía no hemos conseguido restañar del todo. Los jóvenes, con tasas de desempleo superiores al 50% y con salarios de miseria, fueron los más perjudicados, y están muy lejos aún de haber remontado aquel deterioro insoportable.
Y todavía, cuando ha ocurrido casi un lustro del final de la recesión, sigue siendo patente que las generaciones emergentes no tienen demasiado futuro por delante, de manera que quienes estamos en la madurez tendremos que arrostrar el baldón histórico de no haber sido capaces de lograr que nuestros hijos vivan siquiera un poco mejor que nosotros. Será al contrario.
En este marco, no es extraño que la ciudadana haya dejado de confiar en sus representantes, que han sido quienes han designado a los cuadros dirigentes, han acatado las recetas foráneas que nos forzaban a llevar a cabo una brutal estabilización, han convivido con la inequidad más rampante, y han demostrado —digámoslo claro— una colosal incompetencia, tanto a la hora de seleccionar y aplicar las terapias cuanto de liderar al país, de infundirle horizontes y esperanzas. Sin que hubiera grandes matices diferenciales entre PP y PSOE, por cierto. Solbes fue el último ministro de Economía de Felipe González…; Rato le sucedió, sin efectuar grandes mudanzas…; y Solbes volvió a ponerse al frente de la economía nacional al regresar el PSOE al poder en 2004. Todo fue un continuum liberal, tan sólo animado por las efectivas reformas sociopolíticas de Zapatero… y enmarañado en 2011 por una reforma constitucional a la desesperada —la del 135 CE— , ‘sugerida’ por Bruselas, encaminada a evitar el rescate del país y acordada en minutos por el PP y el PSOE sin vacilación alguna.
La crisis del bipartidismo
La frase clave de las protestas que se desencadenaron a medida que la ciudadanía empezó a sentir los efectos dramáticos de la crisis fue “no nos representan”, dirigida con ira a toda la clase política, a las instituciones del Estado. Nunca en el pasado democrático se había producido un divorcio tan intenso entre la clase política y la sociedad… Con la particularidad de que mientras estábamos ponderando aquel fracaso de la política, comenzaron a llegar noticias fehacientes del magma de corrupción que se había derramado sobre este país durante los anteriores años de bonanza y primeros de la crisis. Mientras se deterioraba el poder adquisitivo de los españoles, muchos desaprensivos del establishment, de los partidos, se hacían de oro con le dinero público.
A principios de 2013, la prensa publicaba la contabilidad B de Luis Bárcenas, tesorero del Partido Popular, quien tenía decenas de millones de euros en paraísos fiscales y había canalizado las labores de exacción que habían enriquecido a muchos… El PP empezaba a cavar la fosa en que sería enterrado (políticamente, por fortuna) Rajoy en 2018 mediante una moción de censura, ulterior a la declaración por los tribunales de la responsabilidad criminal del propio PP en aquella crudelísima historia.
Surge el pluripartidismo
Y la cotización política y social de los grandes partidos que habían sostenido el régimen sobre sus hombros cayó en picado. PP y PSOE comenzaron a experimentar graves crisis internas mientras surgían los “nuevos partidos”. De las protestas físicas y materiales de los “indignados” del 15-M —15 de mayo de 2011— acabó decantando Podemos, una formación antisistema y transversal, dispuesta a sustituir el viejo orden por otro nuevo, encabezada por Iglesias, Errejón y otros jóvenes líderes, y con una consistencia intelectual notable ya que la mayoría de sus fundadores eran universitarios punteros, con un bagaje doctrinal relevante a sus espaldas.
Asimismo, Ciudadanos, una organización que había nacido en Cataluña para combatir al nacionalismo que había contagiado claramente a la izquierda de Pasqual Maragall, vio la oportunidad de ocupar el centro del espectro en todo el Estado, el línea con lo que habían intentado sin demasiado éxito Adolfo Suárez, con su CDS, primero, y Rosa Díez, con su UPyD, después.
Podemos había nacido con la pretensión de provocar el sólo un cambio de régimen, pero la realidad electoral fue implacable. Tras obtener un buen resultado en las europeas de 2014, tuvo que conformarse con el 20,66% de los votos y 69 diputados en las primeras elecciones generales a las que se presentó, las de diciembre de 2015. En aquellas mismas elecciones, Ciudadanos conseguía el 13,93% de los votos y 40 escaños. En resumidas cuentas, los dos grandes partidos de la democracia, que se habían alternado hasta entonces sin necesitar más que esporádicas ayudas puntuales de los nacionalismos periféricos, tan sólo consiguieron esta vez el 50,7 % de los votos cuando en 2008, por ejemplo, había conseguido juntos el 83,81 % del total, en línea con lo que había venido aconteciendo desde 1982. Se había pasado, en fin, del bipartidismo imperfecto al multipartidismo.
Las elecciones de 2015, como las de 2016 y 2019, cambiaron en suma el modelo de representación en el Estado, al significarse cinco actores significativos (incluyendo en las últimas a VOX)… Pero la vista de los resultados ulteriores, la mudanza, aunque sin duda legítima, no ha sido en absoluto eficaz. Ha resultado imposible conseguir con los mimbres electorales gobiernos estables. Tanto es así que, por segunda vez en menos de cuatro años, estamos a punto de repetir unas elecciones porque no es posible gestionar los resultados de las que acaban de celebrarse.
Y ello, con la particularidad de que las encuestas sugieren que en las próximas elecciones podría iniciarse un proceso lento de retorno al bipartidismo imperfecto. Podemos —ahora, fusionado con IU, es Unidas Podemos— y Ciudadanos tienden fuertemente a la baja. Ni Podemos ha sido capaz de inducir siquiera el germen del cambio de régimen, ni Ciudadanos ha sabido justificar su existencia, después de unos incomprensibles golpes de timón y luego de aliarse tranquilamente con la extrema derecha y con aquellos a quienes pretendía “regenerar”…
En manos del electorado
Es obvio que la continuidad del pluripartidismo o el retorno al bipartidismo —el fortalecimiento de los dos actores principales— está en manos del electorado. Que sin duda se está haciendo las mismas preguntas que las que aquí se consignan: ¿Ha sido positivo el surgimiento de ‘nuevos partidos’? ¿Han enriquecido UP y C’s o han perturbado la normalidad democrática? Sirve para algo la presencia en el arco parlamentario de Ciudadanos, ahora en un extraño solapamiento con el PP? ¿Puede disculparse que UP haya entorpecido ya dos veces la implementación y el desarrollo de un gobierno de izquierda moderada, y se disponga a hacer lo mismo por tercera vez?
¿Tiene, en fin, sentido, que sostengamos este pintoresco y variopinto escenario, o conviene más que regresemos a una representación más simple? Exigiendo en este último caso, eso sí, mucho más de los partidos políticos: por supuesto, más transparencia pero también más democracia interna que dé lugar a corrientes y a contrastes, más fácil acceso de la gente corriente a las organizaciones, más fluida circulación de las elites internas, más imaginación, más permeabilidad, más conexión con la inteligencia universitaria y con la sociedad civil…
Es la hora de las respuestas a estas preguntas. Ustedes, los electores, son quienes deben darlas.
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