Algunos desastres, como la quiebra de Lehman Brothers, tienen una paternidad difusa y difícilmente identificable. Pero en el caso de Brexit, el principal terremoto que ha padecido la Unión Europea desde su fundación, las causas están claras. Tanto las propiamente europeas como las genuinas británicas, como las personales, que también las hay.
Hoy es evidente que las formaciones populistas europeas, desde el Frente Nacional Francés al UKIP de Nigel Farage pasando por la ultraderecha centroeuropea, se han nutrido de las políticas equivocadas de Berlín y Bruselas frente a la crisis económica. Las fórmulas de tozuda e inflexible austeridad aplicadas a países que había construido muy trabajosamente sus estados de bienestar que les proporcionaban la necesaria cohesión social han destruido las clases medias y han formado un caldo de cultivo en que han crecido con facilidad opciones iconoclastas, indignadas hasta el grito, en contra de una insensibilidad lacerante que ha sido, con razón o si ella, atribuidas a la propia construcción europea. En un plazo de tiempo relativamente breve, la UE ha condenado al sufrimiento al Sur de Europa –con episodios de verdadero sadismo en Grecia–, y ha mostrado su falta de principios en el abordaje del espinoso asunto de la inmigración, en el que ha demostrado que sus principios humanitarios son simple papel mojado. Es francamente difícil acusar de Farage de xenofobia como realmente merece cuando Berlín y Bruselas se han sacudido literalmente a cientos de miles de refugiados procedentes de guerras salvajes que buscaban cobijo y protección en la civilizada Europa. El acuerdo de Europa con Turquía ha sido la culminación de un cinismo que ha desacreditado por completo el proyecto europeo en lo tocante a su papel en la globalización.
Este preámbulo es útil para entender cuál era el ánimo de los británicos al ser requeridos para votar sobre la continuidad o no de su país en el Reino Unido… La UE ha perdido su brillo y su prestigio; en lo referente a la crisis, ha dañado a los más débiles en lugar de haber ayudado a proporcionar a todos una salida equitativa y generosa; yen lo tocante a las corrientes migratorias, ha dado pruebas del mismo temor que han mostrado las formaciones más radicales y antidemocráticas… En este sentido, Farage no ha hecho más que estimular la disposición inconfesables de importante capaz de conservadores y laboristas.
Pero dicho esto, es preciso reconocer acto seguido que el “no” británico en el referéndum tiene una causa eminentemente autóctona: la Inglaterra profunda, los sectores más celosos de su personalidad y contrarios por tanto a cualquier forma de cosmopolitismo, ha decidido poner coto a las mareas de inmigrantes que han cambiado la idiosincrasia del país y podrían seguir haciéndolo. Farage y los energúmenos conservadores que han excitado las más bajas pasiones de los británicos han explotado sobre todo el miedo al diferente, al extranjero, el riesgo de desnaturalización de lo propio a causa de las influencias exteriores… La arrogancia anglosajona, le pretensión de no necesitar al continente para prosperar, ese aislacionismo aristocrático que tantas veces ha asomado en la historia del Reino Unido, han hecho acto de presencia y han sido más decisivos que la tradicional inquina hacia Bruselas.
Finalmente, a la hora de distribuir responsabilidades personales, hay que mirar fijamente a Cameron, el débil primer ministro que pasará a la historia como el pelele que, sin necesidad alguna y tan solo para resolver su propia inadaptación, lanzó al país a una aventura descabellada, a un referéndum que forzosamente dividiría a sus conciudadanos de forma irreparable, sin medir los riesgos y sin prevenir convenientemente las estrategias precisas para asegurar que no ocurriría una catástrofe. Al contrario de lo que sucedió con la consulta escocesa, no había en este caso verdadera demanda social de un referéndum, por lo que su convocatoria ha de calificarse por fuerza de gran e imperdonable frivolidad. Como es lógico, Cameron ha dimitido, pero no basta: su partido y la ciudadanía británica tienen que arrinconarlo en el mayor ostracismo imaginable, y su memoria ha de inscribirse en la lista de los grandes defraudadores al ideal británico. Para Europa, Cameron debe pasar a formar parte del panteón de los inútiles y de los inadaptados, por cuya estupidez hemos debido pagar los europeos un alto precio.
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