Resultaba ya a la sazón un escándalo el río humano que, crecido continuamente, salía hacia las Américas en busca de una vida mejor (o, sencillamente, de una vida). No solo emigraban labriegos y obreros, también los que llamaba emigrantes “de calidad” un periodista, sangría esta también insoportable por la pérdida de inteligencias claras, útiles para el país. Como anécdota, se comentaba que en un pueblo habían quedado solo tres vecinos, saliendo del terruño todos los demás. Que, otra “novedad”, todos ellos, la imparable desbandada de más de 50.000 ausentes en un año, se iban reclutados por llamadas inflamadas de un porvenir risueño al otro lado del océano, hecho no se sabía bien por quién, solo que esos reclutadores de los más miserables lo hacían todo de forma semiclandestina e ilegal.
Los que no podían, o no querían irse, se quedaban en un país, el suyo, que los maltrataba e intimidaba cuando, al borde de la inanición, protestaban violentamente. Como era el caso, aquellos días, de los mineros de Río Tinto, en Huelva. Mantenían un pulso con la empresa minera que iba desembocando, inexorablemente, en la llegada para ellos del hambre, sin paliativos. Los más vulnerables de entre los vulnerables, los hijos de esos mineros, ante la evidencia real de que podían morir de inanición, fueron recogidos por algunas familias, no solo de otros trabajadores sino, también, por algunas familias burguesas pero tocadas en su sensibilidad. La secuela de todo esto eran los llamados “crímenes sociales” entre patronos y sindicalistas, que llevaban a un periodista a admitir que la España de 1920 era un país donde reinaba “el odio, la ambición y el desconcierto”.
No era un consuelo, pero fuera de nuestras fronteras el ambiente no era, precisamente, mejor. Las secuelas de la Gran Guerra no desaparecían, al contrario. Y, al calor, de ello, era llegada la hora de los aventureros y de los “guías” de los pueblos. Aquel verano era noticia uno de estos iluminados: el poeta italiano Gabriele D´Annunzio, que al frente de alrededor de mil de sus “legionarios nacionalistas”, invadió Fiume. Desde luego, el estrambótico vate hizo de “Bautista” (precursor) del futuro “Mesías”: Mussolini, apenas dos años después marchando sobre Roma. La justificación era que los aliados no habían cumplido su promesa de ceder ante las reivindicaciones italianas en el mar Adriático. Y casi el mismo día y hora, otra potencia europea, Francia, ocupaba a su vez el territorio del Líbano. Caía, una más, otra provincia de lo que había sido el Imperio Otomano desde hacía siglos, ahora apropiada por Francia como botín de guerra. En sentido opuesto, crecía en la India la gran protesta contra el colonialismo británico, de la mano y la resistencia pasiva de Gandhi.
El cuplé en España vivía, todavía, su edad dorada. Las cupletistas eran las “reinas” de la vida airada, y sus retratos artísticos poblaban portadas y páginas del papel cuché. Por aquellos días se estrenó un cuplé llamado a permanecer a través de los años, las modas, los regímenes políticos y a las intérpretes de varias generaciones (desde Raquel Meller hasta Sara Montiel). Su título, Nena, original de Pedro Puche y música de Ricardo Zamacois. No obstante, la artista que lo interpretó por primera vez fue una pimpante artista, especialista en éxitos, llamada Salud Ruiz, que cantaba en la misma función otro éxito reciente: Santa Rita. Pero Nena era -iba a ser- algo diferente y extraordinario:
Juró amarme un hombre
sin miedo a la muerte.
Sus negros ojazos
en mi alma clavó…
Enfrentadas en casi todo, Madrid y Barcelona también lo estaban en el mundo del espectáculo, muy activo en la segunda, también en cuanto al mundo de los cuplés. En especial, esa alegría de vivir o ese mundo denso y carnal de la sicalipsis teatral se daba en los locales del Paralelo, pero también en otros diseminados por la ciudad. El cuplé barría, y, desde hacía poco, lo hacía en una variante muy bien acogida por el público, como era el cantable en lengua vernácula. Hubo varias intérpretes de cuplés en catalán, pero la más popular, sin duda, sería Pilar Alonso. Naturalmente bilingüe, estrenó en Barcelona, en este año, el superéxito que, a nivel nacional, había sido Sus pícaros ojos, estrenado en Madrid y en castellano por Mercedes Serós. Pilar Alonso cantaba después para los catalanohablantes un tema original: Les caramelles que supondría un triunfo no menor en una lista muy extensa de dianas cosechadas por esta cantante balear. (El género se extendía, con nuestras cantantes, fuera de España. Así, se afianzaba firmemente el triunfo de Raquel Meller, que, si el año anterior había embrujado al público parisino con sus actuaciones en el Olimpya, en este de 1920 extendería el citado “embrujamiento” hasta el otro lado del canal de la Mancha, debutando con enorme éxito en el Hippodrome londinense.)
Comentarios