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Dadaísmo y otros ismos

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dadaismo

A medida que se acercaba el verano todo estaba preparado para la inauguración de la gran Exposición Dadá en la capital de la República Alemania. Aunque sus primeros balbuceos se remontaban a 1916, el dadaísmo había crecido mucho tras el final de la guerra, culminando en esta magna exposición berlinesa que acogía las obras de artistas a contracorriente como Hausmann, Grosz o Hartfield. O la de los, en cierta forma, ya “veteranos” como Picabia y Duchamp, además de textos en la misma línea de escritores como Tzara, Aragon, Ernst o Éluard.

Esto tenía lugar en un mundo ajeno, en general, a la vida cultural española a la que llegaban quizás algunos ecos difusos de lo que se vivía y sucedía fuera como, entre otros hechos y sucesos: la canonización en Roma de Juana de Arco, el asesinato en México de Venustiano Carranza (lo que haría que, casi de manera inmediata, se diera por concluida su gran revolución) y, en fin, entre los héroes populares triunfaban las aventuras exóticas de un personaje de ficción en alza: “Tarzán de los monos”. Su autor, Edgar Rice Bourrughs, tras sus primeros éxitos, decidió sacar nuevos títulos con nuevas y emocionantes aventuras del valiente héroe de la selva. Un mundo, el de ese héroe selvático, al que había que situarlo en los antípodas al que vivía y apuraba, en su América de origen, Scott Fitzgerald, que era ya el gran cronista de la década a través de sus obras, una de las de este año, la titulada A este lado del Paraíso.

            Todo aquello apenas tenía eco en una España, todavía viviendo de las “rentas” de la neutralidad en la Gran Guerra, que había facilitado el que una minoría de privilegiados hicieran excelentes negocios (y no todos limpios) con los beligerantes, creyendo que ese maná duraría siempre, y en consecuencia, continuaban dedicándose a llevar una vida plácida y absurda -hedonismo sin peros-, lo que luego se llamó “dolce vita”, enlazando en bucle una fiesta con un evento, y una cita deportiva con una inauguración. Obviamente, esa existencia muelle solo estaba al alcance de una clase social: la aristocracia, y sobre ella, la realeza, cuya máxima representante (excluido el rey, que vivía su vida aparte) era “la Inglesa”, o sea, la reina Victoria Eugenia de Battenberg que se multiplicaba y acudía aquellos días de mayo a citas tan importantes como, por ejemplo, las carreras de Caballos en el Hipódromo de la Castellana madrileño o, poco después y aquí ya con su esposo, a la apertura de la Exposición Nacional de Bellas Artes. Cumplido lo cual, hacía las maletas y emigraba al norte, a la cálida costa santanderina.

Habitual en la, digamos, crónica rosa del momento (que entonces se llamaba “Ecos de Sociedad”), sin embargo, y a pesar de que puede que la huella de doña Victoria Eugenia en su país de adopción, al final, no fuese excesiva, sí que se trajo de su natal “rubia Albión” ciertas citas como eran, precisamente, las pruebas hípicas, que como en su brumosa Britania, también aquí eran la ocasión para lucir elegancias (y ver y dejarse ver, claro), empezando por la propia reina, siempre elegante y distinguida, junto a otras damas (y algún  caballero) que parecían extraídos de las citas similares en Inglaterra, o bien extraídas del último “magazine” de modas de París. La ocasión era muy importante para que aquellos zánganos de sangre azul vivieran su vida “social” -una de las pocas actividades de todos ellos-, y, en consecuencia, seguían sus huellas las mejores publicaciones, que enviaban a fotógrafos y cronistas a reflejar el suceso, incluso los mejore ilustradores (un ejemplo: Ricardo Marín) apuntaban del natural los exquisitos modelos de ellas y ellos en todas y cada una de sus encuentros aristocráticos.

En cuanto a la magna exposición anual de Bellas Artes, ya erran públicos los nombres de los participantes y el de algunas de sus obras, que ya colgaban o se ubicaban en las salas ad hoc. El listado de obras descubría los trabajos de numerosos artistas, algunos ya prestigiosos y otros en camino de serlo, aunque unos y otros del prestigio de, por ejemplo, Eduardo Chicharro, Joaquín Mir (entre los pintores) o José Clará y Mateo Inurria (artistas del cincel). Entre las obras que más llamaron la atención el día de la inauguración oficial estaba el monumental grupo con la efigie del Gran Capitán, jinete y equino esculpidos con notoriedad y alejamiento de lo clásico por el paisano de Gonzalo de Córdoba, un inspirado Mateo Inurria que cumplió con creces el encargo con esa obra destinada a ser colocada, y a levantarse, en el centro de la capital cordobesa.

Del brazo (es un decir) en la gran exposición anual la real pareja, repitieron aparición conjunta don Alfonso y doña Victoria, en la ceremonia de la colocación de la primera piedra de lo que sería la Casa de Velázquez en la Moncloa, una futura Academia de Bellas Artes de sangre francesa que se quería similar a la ya prestigiosa Academia Española de Roma. Esa inauguración formaba parte de una interesante Semana Francesa que se estaba celebrando en Madrid, en persecución de un mayor entendimiento entre ambas naciones, casi siempre unidas entre sus élites culturales.

El “sport” vivía ya un desarrollo imparable, casi tan veloz como las carreras de automóviles, cita habitual y continua de varias de ellas, tanto por aquí como en el resto de Europa y América. Por aquellos días se celebró en la capital de España la conocida castizamente como Carrera del Kilómetro Lanzado, en realidad, la ostentosa presentación de unos modestos de autos de fabricación madrileña, marca Dobi, que, atención, podían alcanzar los 70 kilómetros por hora (de ahí, sin duda, lo de “lanzados”). Y aunque no tenía demasiado que ver con lo anterior, sí que no muy lejos del probable autódromo, en el mismo parque de Madrid, el Retiro, tenía lugar una inefable Exposición Canina que, sobre todo y realmente, era una exhibición de sus dueños (aunque los perritos se llamaran “Lula”, o presumieran de pedigrí del estilo “galga italiana”, “griffon”, “pekinés” o “bull-dog francés”.) Como en la otra ocasión de los asistentes al hipódromo, la exposición canina también fue el escaparate de las y los elegantes -puede que los mismos-.

El cine seguía arrollador en difusión y extensión por todas partes, y las páginas dedicadas a la pantalla en la prensa general, pero sobre todo en la especializada, eran reclamo seguro para numerosos lectores. Todavía -o ya en aquel momento- las “stars” yanquis eran las más conocidas, y las crónicas especializadas (como la de la que firmaba como “Duquesa Borelli” en La Esfera) hablaban -en realidad, eran puro cotilleo- de las aventuras y desventuras de las figuras más de actualidad en el todavía inhóspito Hollywood. Como, un caso entre muchos, el de la popular Mabel Normand, un nombre con un turbulento futuro que haría que su nombre apareciera entre los sospechosos de la muerte del director W. Desmond Taylor, que sería asesinado minutos después de que se viera salir de su apartamento a esta actriz, pero también productora y hasta guionista de Chaplin.

Pero los aficionados al aún no bautizado como “séptimo arte”, no solo seguían las vicisitudes, verdaderas o inventadas, de las “starlettes”, también eran muy populares en España algunas figuras masculinas del mundo del celuloide, y no cualquiera, sino, por ejemplo, un ya famosísimo Charlie Chaplin, que para asombro de muchos parecía haberse prestado a ser utilizado como gancho de una publicidad bastante local, como eran los muy españoles Productos de Belleza Calber. Pues bien, desde un bien trazado dibujo con la fisonomía del mismísimo Charlot, la audaz empresa vasca le hacía decir al pobre “Carlitos” -otro nombre con el que era conocido Chaplin en España -que el éxito de la marca Calber era similar al suyo propio (o sea, extraordinario…)

El verano se acercaba y los potentados (solo podían ser ellos) ya podían hacer las reservas de hoteles, billetes de ferrocarriles o se apuntaban a las excursiones de ese verano. En este caso el destino era Suiza, y las reservas se podían hacer a través de dos direcciones diferentes desde donde les enviarían folletos, las diversas tarifas y demás información para “Un verano en Suiza” (ese era el nombre del paquete completo). Los interesados podían dirigirse, bien a Turismo suizo en Zurich, o a la oficina hermana de París. Se ve que, todavía, los españoles que podían viajar al extranjero no eran tantos como para que los helvéticos abrieran oficina propia entre nosotros.

José María López Ruiz
José María López Ruiz es escritor, periodista, investigador y publicista. Sus trabajos han aparecido, entre otras cabeceras, en Historia y Vida, Guía del Ocio, La Información de Madrid, Dígame, Historia 16 e Interviú, y en Andalucía, en El abanto, Diario de Andalucía, El Correo de Málaga y Málaga Variaciones, entre otras.

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