En 1979, cuando se cumplía el cuadragésimo aniversario del final de la contienda, Ediciones Urbión publicó una monumental historia de La Guerra Civil Española con la loable intención de contar lo sucedido desde la verdad de los hechos, y no desde las trincheras ideológicas, para ayudar a construir la paz de la única manera que puede hacerse: desde la sinceridad y la cordura. Para ello, y tomando como base el libro del historiador británico Hugh Thomas, reunió a historiadores, especialistas e intelectuales de uno y otro bando –en su mayor parte, de ninguno- como Claudio Sánchez-Albornoz, los hermanos Salas Larrazábal o Julián Marías. Los textos venían reforzados por un impresionante acompañamiento gráfico, en gran parte inédito. Para muchos especialistas, en conjunto sigue siendo la mejor y más ambiciosa obra publicada sobre la Guerra Civil española. Todos los que contribuyeron a su realización vivieron de primera mano los horrores de lo sucedido, y todos ellos, algunos aún desde el exilio, recordaban las palabras de Manuel Azaña –“Paz, piedad, perdón”- y hacían un llamamiento sincero a la concordia.
Ahora, cuando se cumplen ochenta años del comienzo de la guerra, aquella conformidad, aquella unión que pareció sellarse durante los años de la Transición, está de nuevo quebradiza, incluso fracturada en sus extremos. Han vuelto a resurgir los fantasmas de la guerra de propaganda que se libró hace ocho décadas, y la búsqueda de la objetividad a la hora de evaluar aquellos hechos y sus consecuencias parece haberse perdido. En algunos casos, podría decirse que se ha abandonado premeditadamente.
La guerra civil y la verdad
La primera víctima de cualquier guerra es siempre la verdad. Desde el primer momento, los sublevados quisieron hacer creer al resto del mundo que se habían levantado en armas para evitar una dictadura comunista que iba a cernirse sobre España de forma inminente; por su parte, los republicanos afirmaban que el golpe de Estado fue un ataque sin provocación previa contra una democracia pacífica. Ninguna de las dos cosas es cierta, y peor aún, ninguna de las dos cosas es mentira.
En el momento de la sublevación militar del 18 de julio, el partido comunista era minoritario en España: hacía pocos años que se había escindido del PSOE, apenas contaba con 30.000 afiliados y se había declarado enemigo de la República, a la que consideraba representativa de la burguesía. En su mayor parte, los políticos republicanos aspiraban a llevar a cabo un proceso de reformas sociales y políticas destinado a modernizar el país. Pero no es menos cierto que una buena parte de la izquierda se había radicalizado y no estaba dispuesta a aceptar las reglas del orden democrático, hasta el punto de que Largo Caballero, uno de los históricos dirigentes del PSOE, abogaba por la instauración del socialismo mediante la violencia; encabezó el golpe de Estado conocido como la Revolución de 1934 y, antes de las elecciones de febrero de 1936, dijo abiertamente que si ganaba en la urnas la coalición de derechas encabezada por la CEDA habría una guerra civil.
De la misma manera, y con toda la razón, se esgrime la represión llevada a cabo por el bando vencedor una vez acabada la guerra como ejemplo de la más nefanda e imperdonable acción de la dictadura franquista. Pero, ¿hubieran sido distintas las cosas de haber ganado la República? Ahora sabemos que no. Los documentos desclasificados de la antigua URSS nos indican que, probablemente, habría sido incluso peor. Un informe de septiembre de 1936, firmado por uno de los “consejeros” enviados por Stalin, el general Gorev, dice lo siguiente: “Tras la victoria… la lucha contra los anarquistas será inevitable. Y será una lucha muy dura”. Unos meses después, el 10 de diciembre de ese mismo año, un editorial del Pravda afirmaba que “[en España] La limpieza de elementos trotskistas y anarcosindicalistas será llevada a cabo con la misma energía que en la Unión Soviética”. (1)
Desde el principio, cómo y quién empezó la guerra es el principal reproche que se han lanzado uno y otro bando para justificar sus actos, y sobre todo para cargar sobre los hombros del adversario toda la culpa de lo sucedido. Pero en una guerra civil, en una guerra de todos contra todos, nadie es inocente. De entre todas las opiniones al respecto, tal vez el filósofo Julián Marías fue quien mejor explicó la causa del conflicto: una innecesaria y excesiva politización de la sociedad. Dice, textualmente, el profesor Marías:
La primacía de lo político se extendió de forma progresiva, de manera que todo lo demás quedaba oscurecido. Lo único que importaba de un hombre, de una mujer, de un libro… era saber si era de derechas o de izquierdas. La política se adelantó desde el lugar secundario que le pertenece y pasó a un primer plano, dominó todo el horizonte y eclipsó toda consideración. Ello produjo… una retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por la vía de la simplificación, y la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meras etiquetas destinadas a generar reflejos automáticos, elementales, toscos. Se produjo una tendencia a la abstracción y a la deshumanización, a una perturbación violenta de los usos comunes y lingüísticos que terminó por quebrar la relación social. De repente surgió la voluntad de no querer convivir con el que pensaba de forma diferente. (…) Este fue el prólogo de la atroz realidad de nuestra Guerra Civil. (2)
Entre el recuerdo y el olvido está el camino del conocimiento
Es difícil enfrentarse, en lo personal, a los horrores desatados por la contienda. No hubo una familia que no sufriera directamente la violencia ejercida por uno u otro bando, cuando no por los dos al mismo tiempo. Claudio Sánchez-Albornoz, en la citada obra de Hugh Thomas, aconseja que “Lejos de recomendar su olvido, yo recordaría las monstruosidades de la guerra, para no sentir jamás la tentación de reincidir en ella”. Camilo José cela, por el contrario, afirma que el mejor antídoto es el olvido: “Lo inteligente es el adecuado uso de la memoria, uno de cuyos empleos es no emplearla cuando no conviene”. Pero entre el recuerdo y el olvido está el camino del conocimiento: conocer la verdad sin sesgos ideológicos o personales, sin la tentación del autoengaño, sin la simplificación de “los buenos” y “los malos”, sin el maniqueísmo de “los míos” y “los otros”. Es difícil, a veces, no interpretar los hechos a través de las opiniones propias, pero la búsqueda de la objetividad es la primera obligación del pensamiento crítico. Hay que atreverse a saber para no perder nunca la memoria de aquello que queremos olvidar.
Citas
- Antony Beevor. La Guerra Civil Española, p. 11. Crítica, Barcelona, 2005
- Julián Marías. “¿Cómo pudo ocurrir?”, en La Guerra Civil Española (Hugh Thomas, ed.) Tomo 6, pp. 338-377. Ediciones Urbión, Madrid, 1979
Esto es lo que se llama “marear la perdiz”. La realidad fue que gobernaba una república votada mayoritariamente por los españoles y, gustara más o menos a derechas e izquierdas, debía respetarse hasta que un general (tipo Tejero o como los que lo intentaron la semana pasada en Turquía) se alzó en armas y dividió al país. Eso en mi pueblo se le llama acto de delincuencia. De hecho la única diferencia con el de Tejero es que éste acabó en la cárcel y Paquito no, seguramente porque tuvo muchísimo más apoyo de toda la derecha. Total, un delincuente que debería haber sido juzgado por el TPI consiguió imponer su dictadura y todavía hay gente que intenta hacer ver a los demás con buenas palabras que se trató de un cambio necesario y nos presentan a Paquito como el salvador como si del profeta se tratara. Que triste que todavía haya tanto franquista suelto. Así va el país.
Totalmente de acuerdo, buenos y malos, los míos y los tuyos, toda la dicotomía y la memoria hay que saber administrarlas, si no estaremos otra vez perdidos.