La Iglesia católica española y la de Italia son las únicas que no han iniciado una seria y profunda investigación sobre la abundancia intolerable de casos de pederastia en su seno en las últimas décadas, a pesar de las recomendaciones en tal sentido del Papa Francisco, la máxima jerarquía que acatan los obispos de la religión católica.
La Conferencia Episcopal española se ha tomado el asunto con insultante indolencia, con si el abuso de menores fuera una especie de derecho medieval sobreentendido, como lo fue en su día el derecho de pernada en los regímenes feudales más primitivos.
Lo más irritante sin embargo es que uno de estos obispos españoles ha declarado que no entiende bien el revuelo que las informaciones de miles de casos de abusos de menores a manos de la curia católica ha provocado cuando el problema es de toda la sociedad. Ni Pilatos se lavó las manos con tanto desparpajo.
Es evidente que cualquier delito afecta genéricamente a toda la sociedad, pero se supone que las confesiones religiosas católicas, que además alardean de su voto de castidad (es difícil entender que una religión rechace las potencialidades naturales de los seres humanos como si fueran intrínsecamente pecaminosas o degradantes), tendrían que preservar con especial celo e intensidad la libertad y los derechos de las personas, y habrían de excluir radicalmente de su seno a quienes destruyen la inocencia de impúberes alumnos que reciben en custodia para su educación.
Los delitos sobre menores siempre son particularmente repugnantes, pero en este caso el pecado se agrava con este gran derroche de desfachatez.
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