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La llamada

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La llamada 1

Durante sus últimos días en el hospital yo siempre reaccionaba de la misma manera cuando sonaba el teléfono y era mi madre la que llamaba. Lanzaba un pequeño suspiro antes de responder con un «sí» mientras por dentro me temblaba todo. Te tiras meses o años preparándote para la muerte de tu abuelo —por aquello de que es ley de vida y que peor sería que él te viese morir a ti— y a la hora de la verdad eres incapaz de descolgar el teléfono con normalidad. Siempre cogí sus llamadas y escuché los cada vez menos favorables partes médicos para hacerme un poquito más a la idea y preparar el descenso de esa montaña de tristeza que algún día tendríamos que afrontar todos juntos.

Era jueves, llovía por fin. Tardé más de la cuenta en llegar al hospital porque en Madrid caen cuatro gotas y de repente no sabemos conducir. Sonó el teléfono, pero no suspiré porque el que llamaba era él. Que si iba a ir al hospital, que si me faltaba mucho, que dónde estaba. Parecía impaciente. Yo le dije que llegaba tarde por el tráfico, pero que ya estaba allí, que había conseguido aparcar en la puerta del Ramón y Cajal, que no se preocupase.

Subí hasta la habitación 440. Lo primero que vi fue la espalda del yerno del otro paciente. Mi abuelo descansaba en el sillón azul con la mirada perdida, como si estuviese buscando las llaves de su libertad en el suelo de granito. A saber. Días atrás estuvo pensando en maneras de suicidarse —algunas de ellas cómicas: nos preguntaba que si era posible ahorcarse con el cable del teléfono móvil; otras, menos— y se cabreó conmigo porque me marchaba a vivir a Málaga. «Sí tú te vas, yo me voy antes al pueblo; ya no nos volveremos a ver porque tal y como estoy…». Él, a su manera, también trataba de hacerse a la idea.

Pasaron un par de horas y nos cambiaron a la habitación 439. Mi abuelo deseaba pasear, así que fuimos andando. Despacito, de mi mano y de la de la enfermera mientras una tercera empujaba el gotero y sostenía la sonda. Lo que puede cambiar la vida en seis meses. Qué frágil y humillante es la vida al final. Pasas de estar paseando a tu perro por el pueblo a necesitar que te cambien el pañal cada rato.

Le sentamos en el sillón y yo me coloqué en una silla enfrente de él. Saqué el libro que estaba leyendo, pero pronto lo dejé. Otra vez esa mirada perdida, aunque en esta ocasión tenía el gesto torcido, como si algo no le gustase. ¿El paseo le sentó mal? ¿No le gustaba la habitación? «Qué mal me encuentro, de esta no salgo. Es que tengo un yo qué sé por aquí…», me dijo mientras se palpaba el pecho. Yo le respondí que de eso nada y que bebiese un poco de agua, que había que solucionar lo de sus riñones si quería salir de allí. «No. Llama a la enfermera, dile que me cambie el pañal», me pidió.

Me acerqué al control de enfermería y les trasladé sus palabras. Regresé a la habitación y ahí estaba él, con el gesto torcido. Me pidió que le levantara porque se encontraba incómodo. Introduje mis brazos por sus axilas para incorporarlo y no hacerle daño y me di cuenta de que estaba empapado. Le senté, le palpé la frente y los brazos. Tenía todo el pijama chorreando de sudor.

Se echó para atrás con violencia en el sillón. Su mirada perdida se cruzó con mis ojos. Pensé que se había desmayado. Las enfermeras y los doctores entraron en la habitación y me pidieron salir. Acepté, claro. Cancelé una cita que tenía con amigos en cuanto escuché a alguien decir que había entrado en parada cardiorrespiratoria. Luchó unos cinco minutos. Enseguida salió el doctor a decirme que lo sentía, que habían hecho todo lo posible por mantenerlo con vida y que podía pasar si quería. Les di las gracias como pude.

Quiero creer que es cierto eso de que instantes antes de la muerte la persona ve pasar su vida en imágenes. Como lo último que vio fueron mis ojos y lo último que escuchó fue un «abuelo, mírame», quiero pensar egoístamente que nos recordó en el pueblo, que volvíamos a cobijarnos del sol bajo la inmensa higuera del primer huerto suyo que recuerdo. Que de nuevo me recogía en la parada del bus. Que me daba cien pesetas para comprar el ‘Marca’. Que volvíamos a pasear a Lord, a beber Fanta de naranja a escondidas y a dormir la siesta mientras de fondo se escuchaba el tour de Francia. En definitiva, que volvíamos al verano de nuestra vida.

Regresé a la habitación y ahí descansaba su cuerpo, envuelto entre las sábanas del hospital. Fueron meses preparándome para ese momento, pero también han sido treinta años a su lado, recibiendo sus llamadas diarias simplemente para saber qué había comido y qué tenía pensado cenar. A ver quién se acostumbra a ese silencio ahora.

Esperé un par de minutos y salí al pasillo. Intenté calmar ese vendaval que llevaba dentro. Suspiré y saqué el móvil. Me tocaba a mí hacer esa llamada que tanto temía recibir.

Sergio García M.
Sergio García es periodista, experto en comunicación corporativa y escritor.

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