Los cuatro protagonistas principales de la política actual quieren cosas distintas cada uno de ellos y por esa sencilla razón no hay acuerdo posible que garantice una salida digna a la situación de bloqueo que padecemos. Los cuatro anhelan el gobierno, en eso coinciden, pero el problema es que quieren imponer el suyo propio sin discusión alguna, y claro no están dispuestos a ceder ni un ápice en sus posiciones para alcanzar un pacto.
Vamos por partes, Pedro Sánchez quiere hacer posible que además de que su partido sea el eje de la política española, se avance en lo que él denomina el gobierno del cambio para mandar a Rajoy a casa. Por eso no aceptó la gran coalición que le propuso en enero el presidente en funciones ni ha aceptado nunca abstenerse para dejar gobernar al PP. El problema es que tampoco quiere que Pablo Iglesias reparta carteras y cargos de especial responsabilidad como ocurrió en aquella famosa rueda de prensa que dejó marcados a los dos. Eso sí, el secretario general del PSOE logró un pacto con Ciudadanos, aún sabiendo que no valía para nada al ser insuficiente para superar la investidura.
Pablo Iglesias quiere el gobierno y, si no lo alcanza, convertirse en la alternativa a la derecha de Rajoy, adelantar al PSOE y ser el referente de la izquierda. Busca que sus bases, que de nuevo o por primera vez se ilusionaron con la política, perciban rápidamente el cambio y que llegue a todos los descamisados el rescate del Estado. Podría estar dispuesto a un pacto pero siempre que quede bien claro que es él el gran protagonista de la nueva etapa y que en España no se mueve un euro sin su autorización y, sobre todo, sin que los ricos también lloren.
Albert Rivera esperaba alcanzar una posición de ventaja como bisagra de centro, pero las expectativas creadas antes del 20-D, fabricadas por algunas encuestas interesadas, le hicieron creer que estaba llamado a los más altos designios. Tal vez por eso, no le ha importado pactar primero con Sánchez y luego con Rajoy. Es como decirles a los dos que, ya que no se ponen de acuerdo por el rechazo mutuo, que se fijen en él, pero nada, nadie repara en que sería la solución que él sí ve meridiana.
Bien, y qué quiere Mariano Rajoy? Pues muy sencillo, mantenerse en La Moncloa y no porque le atraiga especialmente la vida en Palacio, sino porque un hombre como él, tan poco dado a los cambios, odia las mudanzas. Además, ya está pensando en el juicio que le destinará la historia. Por eso, se planteó ya hace más de un año que necesitaba mucha paciencia, una virtud para la que no necesita grandes sacrificios. Una vez perdida la mayoría absoluta que disfrutó durante los 4 años anteriores necesita tiempo hasta que se olviden los pecados de corrupción de su partido y se reconozcan sus aciertos para superar la grave crisis económica que nos situó al borde del rescate y que el presidente evitó con sus doses habituales de socarronería gallega. Es decir, necesita recuperar la confianza perdida o parte de ella, hasta que vuelva a ganar por mayoría absoluta o se acerque mucho.
En resumen, de los cuatro, por ridículo que pueda parecer, al menos dos quieren ir a unas nuevas elecciones, lo que pasa es que no lo reconocen. Rajoy está seguro de que volverá a ver reforzada su posición y sumará nuevos apoyos que se traducirán en más escaños, previsiblemente no llegará a la mayoría absoluta, pero se acercará mientras sus adversarios se distanciarán aún más. Sánchez también quiere elecciones porque cree que Podemos se irá desinflando ante el cansancio de no generar ningún cambio y sin que el sorpasso se antoje ya posible.
Mientras tanto, los más proclives ahora a pactar son Podemos, con el PSOE, y Ciudadanos, con el PP; pero ninguna de las dos sumas sirve. El partido de Iglesias aún no ha entendido ni asumido que su pacto con IU fuera inservible, mientras su líder empieza a temer una crisis interna de unas bases hartas de su tono dictatorial.
Por su parte, Rivera, el líder más dispuesto al pacto no acaba de vender que él sea la gran solución e imagina, con cierta dosis de razón, que unos nuevos comicios harán que el electorado de derechas que se abstuvo y el de centro volverán a pensar que la única solución es Rajoy.
Que curioso que mientras Sánchez, Iglesias y Rivera daban a principio de año por liquidado políticamente a Rajoy, sea precisamente el presidente en funciones quien vaya imponiendo su estrategia basada en la prudencia y el desgaste, un fenómeno de erosión que sus adversarios no han sabido ver a tiempo.
Con todo, no son estos los únicos protagonistas. Hay otros que pueden ser decisivos. Por ejemplo, en el PSOE se mueven los barones y los santones del pasado, aunque realmente la verdadera jugadora que espera su momento para el zarpazo definitivo es la presidenta andaluza. Susana Díaz, que cuenta con el apoyo unánime del partido en su comunidad y puede que en una mayoría de las federaciones socialistas.
No solo en el PSOE hay nervios, en Podemos las figuras rutilantes de la política local esperan su momento para atestar el golpe de gracia a un liderazgo que, en su opinión, no ha sabido rentabilizar el gran impulso de los indignados de la Puerta del Sol y del 15-M.
Aunque de momento en Ciudadanos no se discute el papel incuestionable de su líder, una pérdida escandalosa de diputados abriría una noche de cuchillos largos con el argumento de que en tan solo un año se ha dilapidado un resultado que será irrepetible.
Y para conspiraciones, las del PP. De momento, aunque parece que no se mueve nadie, empieza a crecer el sentimiento de que con Rajoy peligra el puesto de los que todavía aún lo conservan. Además, las intrigas entre el G-8 y los sorayos acaba teniendo un coste para un ejecutivo que ya ha tenido numerosas bajas por diversos motivos.
Hay otras figuras de gran trascendencia. El Rey Felipe no sale de su asombro al comprobar como en cada ronda de conversaciones para la investidura no percibe el adecuado clima de diálogo del que pueda salir un presidente que pueda alcanzar la confianza de la Cámara, aunque sea por un tiempo limitado. El monarca desea que los líderes le hagan caso y no se muestren tan esquivos a la concordia, precisamente la gran aportación de los años apasionantes de la Transición, en los que su padre, el Rey Juan Carlos tejió un nudo de acuerdos que nos han permitido llegar hasta aquí.
Ahora la cuestión es adivinar la fórmula para que la situación no se encanalle de tal forma que haga imposible la convivencia y hasta la propia democracia. Una posible solución que empieza a dar vueltas en algunas cabezas y que tal vez alguien ha trasladado a Felipe VI consistiría en una reforma constitucional para que el sistema de representación se base en dos grandes partidos, sin el peso actual de los nacionalismos, y así conseguir que el país sea gobernable y goce de una cierta estabilidad para no poner en peligro una recuperación de la economía todavía cogida con alfileres tras sufrir una gravísima crisis de diez años. La cuestión aún más difícil de resolver es cómo alcanzar el consenso para esa reforma cuando los partidos no se ponen de acuerdo ni para investir a un presidente y cuando los nacionalistas se apresuran a que el país entero se despeñe por el abismo de la independencia. La solución no es imposible y la fórmula mágica existe, pero requiere altas dosis de paciencia, prudencia y política de altura.
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