Quienes hemos mantenido una relación intensa con el sistema mediático a lo largo de la etapa democrática tenemos una idea bastante compleja de las relaciones entre prensa y poder, que forman un continuum que incluye tanto ejemplos luminosos de independencia y capacidad de profilaxis por parte de los medios, cuanto relaciones espurias entre uno y otro, bien (en el mejor de los casos) por filantrópicas razones de proselitismo ideológico, bien por nada edificantes intereses materiales inconfesables.
Una de las herramientas más utilizadas por los medios para intervenir en el proceso político es la encuesta electoral, encargada a una empresa demoscópica privada de las muchas que ha habido y hay en este país. No es ningún secreto que cuando un partido decide realizar un esfuerzo especial para tratar de conquistar ascendiente, o de mejorar su posición, o de influir en determinado momento, o de presionar para colmar determinados intereses, encarga una campaña mediática que suele incluir una encuesta.
Soy muy respetuoso con la sociología aplicada, que no es por cierto una ciencia exacta, aunque, si es bien utilizada, ella misma detecta sus propios márgenes de error, que dependen de la representatividad de la muestra, de la idoneidad de las preguntas y de la delicadeza de la ejecución del sondeo. Pero la experiencia a que aludía antes permite afirmar con rotundidad que ni todas las empresas demoscópicas son honradas, ni técnicamente solventes, ni bastantes de ellas concretan con suficiente explicitud el valor de sus investigaciones.
Quiero decir, para no dejar las cosas en una críptica flotación, que, en algunos casos (no en todos, ni mucho menos) existe una correlación bastarda entre el resultado de la encuesta —el cui prodest— y el signo político del periódico que la encarga y la financia, lo cual explica que los sondeos sean utilizados en las campañas de promoción antecitadas y que su prestigio no esté precisamente por las nubes (salvando las excepciones pertinentes en todo caso).
Igualmente, debería explicarse al lector que una encuesta ‘de medio mandato’, es decir, muy distanciada de la elección siguiente, tiene un valor predictivo nulo porque el elector toma su decisión soberana mucho después, casi a las puertas de la sede electoral y con argumentos recientes, no alejados en el tiempo
Asimismo, es evidente que la neutralidad de las preguntas es un requisito indispensable para la credibilidad de la encuesta, ya que resulta bastante fácil para un experto predisponer al interrogado. Igualmente, debería explicarse al lector que una encuesta ‘de medio mandato’, es decir, muy distanciada de la elección siguiente, tiene un valor predictivo nulo porque el elector toma su decisión soberana mucho después, casi a las puertas de la sede electoral y con argumentos recientes, no alejados en el tiempo. Un ejemplo que tengo a mano explica lo que quiero decir: el 2 de noviembre de 2014, El País publicaba una encuesta de “estimación de resultado electoral” en la que ganaba las elecciones Podemos con el 27,7% de los votos, seguido del PSOE, con el 26,2% y del PP con el 20,7%. Es evidente que en las elecciones de 2015, que ganó apuradamente Rajoy, no sucedió ni de lejos nada de lo anunciado. Lo único efectivamente valioso de aquel sondeo fue el coraje de detectar y anunciar que el bipartidismo imperfecto había concluido. Aunque para nada se entreveía entonces aún la pujanza de Vox.
Es curioso que el sistema mediático, que ve con naturalidad la publicación de esta clase de encuestas que se hallan a medio camino entre la propaganda y la demoscopia, se cebe sin embargo con sus críticas en los barómetros del CIS, a la vez que los partidos políticos utilizan el cinismo que los caracteriza: aplauden los sondeos cuando les favorecen y los llenan de denuestos cuando no les son favorables.
El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), un organismo público en manos de funcionarios, que suele ser dirigido por personalidades en el campo de la demoscopia —el nivel intelectual, el currículum y la respetabilidad del actual presidente, el catedrático José Félix Tezanos, está fuera de toda duda— realiza una labor predictiva y estadística muy amplia, y entre ella, los barómetros periódicos, con muestras muy amplias realizadas con unas garantías procesales incuestionables.
Se puede pensar que el Estado no tiene que realizar esta clase de sondeos, pero si se acepta que se hagan, no tiene sentido desautorizarlos con acritud porque ello equivale a tachar de prevaricadores no solo a los cargos directivos del CIS sino también al conjunto de unos funcionarios cuya profesionalidad no se cuestiona y que han de estar libres de toda sospecha porque no hay razón para criminalizarlos.
En definitiva, el CIS ofrece una referencia universal que no tiene sentido desacreditar porque no hay motivos para ello (nadie se puede imaginar a venerables funcionarios maquinando engaños por las noches en las catacumbas de la institución), y que, como siempre ocurre con la prospectiva, a veces atina y a veces no porque han cambiado las condiciones o se ha errado al manejar las hipótesis previas a la toma de datos.
En cuanto a la demoscopia privada, las distintas empresas que están en el mercado son dueñas de su destino, y unas acabarán teniendo más prestigio que otras, según su solvencia y credibilidad acumuladas a lo largo del tiempo. Pero siempre habrá, seguramente, ‘profesionales’ dispuestos a participar con manga ancha en campañas de opinión. Por fortuna, este país se ha vuelto incrédulo —cuenta la voz de la experiencia—, por lo que muchos de estos esfuerzos poco éticos son perfectamente inútiles, pero produce sonrojo y desazón el asistir tan a menudo a manipulaciones ideadas para desorientar a la opinión pública.
Un apunte sobre los Presupuestos y forma de Estado
Una de las batallas que se dieron durante el periodo constituyente (habría que llevar a las escuelas de este país el “comentario sistemático” de Óscar Alzaga sobre la Constitución española, cuya primera edición se publicó precisamente en 1978) fue la que tenía como objetivo la composición del poder legislativo. El líder conservador y exfranquista Manuel Fraga, un personaje enérgico que había escrito un libro sobre el sistema político británico y que había ejercido de Embajador en Londres algunos años atrás, consiguió imponer de entrada el bicameralismo, acorde con nuestra tradición borbónica, que pocos rebatieron, dada la plurinacionalidad española que también sugería alguna evocación federalizante. Hubo, pues, un Congreso y un Senado, esta ‘cámara de representación territorial’, en realidad simple cámara de repetición, y se decidió no establecer requisitos constitucionales a los partidos que concurrieran a la formación de la cámara baja. Es decir, no se reservaron los escaños a los partidos de implantación estatal, ni se obligó a que las candidaturas estuvieran extendidas sobre una parte significativa del país, sino que pudieron hacerlo las formaciones nacionalistas, que lógicamente solo estaban implantadas en los territorios irredentos.
Así las cosas, el desarrollo del periodo democrático desde las elecciones del 15 de junio de 1977 organizadas mediante la ley electoral consensuada y vigente –el Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo, sobre Normas Electorales— generó espontáneamente el abanico parlamentario que se consolidó ya a partir de 1982: un sistema bipartidista que ofrecía un espacio político reducido al PCE (después Izquierda Unida) y daba cabida a distintas formaciones nacionalistas periféricas: la ‘minoría catalana’ formada por CiU, el PNV vasco, el Partido Andalucista, el Bloque Nacionalista Galego, etc., tuvieron una significativa representación parlamentaria, variable según la coyuntura.
La CiU de Jordi Pujol contribuyó en 1993 a investir a González en su cuarta y última legislatura (el PSOE logró 159 escaños y CiU 18) a cambio de abundantes contrapartidas para Cataluña. Fue una manifestación más de aquella singular forma de conseguir objetivos en el Congreso de los Diputados, de forma que el Parlamento pasó a ser una especie de institución mercantil en que los apoyos políticos se pagaban en especie. En 1996, viendo Pujol que a González se le acumulaban los episodios de corrupción, lo dejó caer, y el presidente socialista no tuvo más remedio que convocar elecciones anticipadas.
El modelo estrenado en 1993 fue utilizado por Aznar en 1996. El PP había logrado 156 escaños, y Aznar, que se había ciscado en Pujol durante la campaña electoral, acabó gobernando con el apoyo de CiU (16 escaños), el PNV (5) y Coalición Canaria (4). Pujol humilló en aquella ocasión a Aznar sin miramientos y obtuvo competencias y contrapartidas de todo tipo a cambio de su apoyo.
Aquellos precedentes han adquirido una magnitud inesperada al transformarse el bipartidismo imperfecto en un modelo pluripartidista, de forma que la negociación entre formaciones estatales y nacionalismos periféricos se ha vuelto sistémica. La formación de coaliciones ha quedado reservada a los partidos estatales, y la gobernación se alcanza mediante acuerdos entre estas y las formaciones nacionalistas o regionalistas.
Ello produce manifiestas y notables asimetrías e injusticias. Cualquier contrapartida que se ofrezca a las fuerzas periféricas es en detrimento de la equidad entre las 17 comunidades (o entre las 15 si se dejan al margen los territorios históricos). Y aunque lógicamente se intente guardar las formas, el perjuicio para la igualdad de oportunidades es objetivo. Prueba de ello es que, a la vista de la trascendencia de la representación parlamentaria para conseguir dádivas, la España despoblada está imitando el ejemplo turolense y preparando candidaturas para emular la gesta de “Teruel existe”.
Tales asimetrías son difícilmente sostenibles, y la única manera de repararlas es procediendo a una reforma profunda del Estado –de la Constitución— en el sentido federal. Las 17 comunidades deben tener un espacio vital semejante para desarrollar idénticas competencias a su manera, capacidad normativa en un marco superior, incluso determinada libertad fiscal entre ciertos límites. Intercambiar apoyos políticos por competencias o por recursos representa la desarticulación del Estado, la fragmentación de lo público, el desprestigio de las instituciones, el desmantelamiento de los vectores unitarios de solidaridad que determinan en avance de las nacionalidades en la formación del Estado. Y negar la urgencia de tal reforma es no entender ni el riesgo que corremos ni la necesidad de racionalizar el modelo. Ambos apremiantes.
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