La Comisión Europea, que no parece que sea un organismo podemita, ni que esté seducido por el populismo rampante que corroe Europa, dio a principios de año un tirón de orejas a España por la fuerte desigualdad en que había desembocado la crisis económica, que no se estaba corrigiendo con una potente recuperación que llevaba ya en marcha suficiente tiempo como para que empezaran a paliarse las consecuencias más duras de aquel grave contratiempo.
En concreto, el informe social de la Comisión Europea publicado el 6 de marzo de este mismo año en curso alertaba de los niveles de desigualdad y del riesgo de pobreza que aquejan a España, que se sitúan “entre los más altos de la UE” pese a la brillante recuperación de nuestra economía. Bruselas criticaba la temporalidad insoportablemente alta y una política social “inconsistente”, con menor poder de redistribución que en el resto de la UE. A pesar del fuerte crecimiento del PIB y del empleo —se decía—, “la productividad crece lentamente, y la fuerte segmentación del mercado laboral [con un incremento continuo de los contratos temporales] y la inconsistente política social dan como resultado un estancamiento de la desigualdad en niveles elevados”. Esa tendencia podía resumirse con un dato significativo: el 20 % más rico gana en España 6,6 veces más que el 20 % más pobre, diferencia que se sitúa entre las más abultadas de la Unión Europea.
Por añadidura, en España ha comenzado a darse el fenómeno de la ‘pobreza laboral’, es decir, hay un cúmulo de familias que, pese a que alguno de sus miembros ha comenzado a trabajar, se mantienen por debajo del umbral de pobreza por lo exiguo de los salarios o lo breve de los contratos temporales. Según un informe de los sindicatos, el 35 % de los asalariados cobra menos que el SMI, lo que quiere decir que 5,9 millones de personas están ‘trabajando en la pobreza’.
Algunos análisis moderados y realistas sin rastro de demagogia e ilustrados con datos fehacientes, han llegado a decir que la crisis ha arrasado buena parte de la clase media española y la ha sumido en una lamentable proletarización de la que hay que sacarla si no se quiere que la desafección legítima de los excluidos, perfectamente comprensible, termine con el sistema.
Asimismo, instituciones tan poco sospechosas de extremismo como el Banco de España han llegado a poner de manifiesto que los bajos salarios españoles y la gran precariedad laboral tienen efectos muy negativos no sólo sobre la demanda interna sino sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones
En estas circunstancias, el moderado acuerdo PSOE-Podemos, que acaban de firmar solemnemente Sánchez e Iglesias, pretende aplicar un conjunto de medidas sociales que saquen de la miseria a los menos favorecidos; eleven el salario mínimo a unos niveles que, siendo todavía raquíticos, mitiguen en parte la necesidad familiar; aseguren a quienes perciben las pensiones más bajas (inferiores a la mitad del salario mínimo) un crecimiento anual del ¡3 %! (lo mismo que los subió Rajoy en los años más duros); devuelvan a los trabajadores una parte de la capacidad de negociación perdida a causa de las dos reformas laborales; saquen de la postración al menos a una parte de los dependientes que todavía no se benefician de la supuesta asistencia que debería protegerlos; favorezcan la integración laboral de la mujer mediante la equiparación de permisos de paternidad y maternidad…
Toda esta “revolución”, que a la derecha le parece un gran desastre y que arrastrará a España a las simas del castrismo y el bolchevismo, no representa más allá del 0,5 % del PIB, y se han planteado nuevos ingresos fiscales que en el caso más extremo no llegaran ni al 0,7 % del PIB… en un país cuya presión fiscal está ocho puntos por debajo de la media de la Unión Europea. Además, las propuestas son tan cuidadosas y moderadas que, por ejemplo, en el caso de la subida del salario mínimo, se establecen mecanismos para que puedan desengancharse de la subida aquellas empresas que acrediten que podrían poner en riesgo su viabilidad.
El debate sobre todas estas cuestiones, que se mantiene en los citados órdenes de magnitud, resultaría ridículo si la política española no estuviera tan encanallada como actualmente. Después de casi una década de ajustes inclementes —sangre, sudor y lágrimas para una mayoría— sobre una población que ha tenido que soportar niveles de desempleo cercanos al 25%, llega la izquierda al poder y sugiere tímidamente cauterizar las llagas y suturar las heridas por importe de unos 5.000 millones de euros y se la tacha de radical y antisistema, sin el menor pudor y olvidándose de mencionar que durante los años de plomo ha habido partidos y políticos que se han hecho de oro a través de una corrupción rampante y descarada.
Es cierto que Podemos emergió hace años con mensajes alarmantes que parecían indicar un aventurerismo que habría de sacarnos del marco irrenunciable de la Unión Europea, pero conviene significar ahora que Pablo Iglesias, tras firmar con Pedro Sánchez el modestísimo acuerdo que imprime una dirección social a la nueva política, se ha cuidado de significar que, en tanto populistas como Salvini en Italia están saltándose a la torera las reglas que hace guardar la Comisión Europea, los dos partidos españoles de izquierdas están cumpliendo escrupulosamente lo pactado con Bruselas. Quiere decirse, en fin, que pueden archivar sus temores quienes piensan que avanzamos hacia el chavismo o que corre peligro la estabilidad económica que está en la base del fuerte crecimiento que hay que mantener a toda costa. No es por este lado por el que peligran la democracia y el futuro sino, más bien, por las voces estridentes de la extrema derecha que se han rearmado extemporáneamente gracias a la locura de los independentistas catalanes, y que, al parecer, están excitando a la derecha moderada, temerosa de verse sobrepasada por los recién llegados.
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