Que la vida es alimento del que se nutre todo arte, incluso las pinturas o esculturas más alejadas de cualquier concepción figurativa, es algo que nadie puede negar, salvo que piense que el uso de la libertad consiste también en no aceptar la realidad. Tal vez haya quien pueda preguntarse qué tiene de representación vital, por ejemplo, el famoso cuadro de Kandinski en el que se exponen, sin más, los tres colores primarios; pues bien, precisamente los colores son el resultado de la condición humana del pintor, la impronta que su vida como hombre ha dejado en él y que plasma como artista. Porque el color en realidad depende de la distinta impresión que producen en el ojo las luces de diferente longitud de onda, y una misma superficie, que ante nosotros se representa con un encendido rojo brillante, otro animal con una retina constituida de forma distinta la percibirá en diferente tonalidad cromática, en otro color o incluso en blanco y negro.
La aparente obviedad de la influencia de la vida en la creación artística en general, y en la literatura en particular, ha sido estudiada desde el principio de la historia. Ya Aristóteles, en su Poética, afirma que “La poesía es una imitación”, y desde entonces, hasta las primeras décadas del pasado siglo, la mayoría de los teóricos han venido defendiendo la mimesis –la imitación de la vida– como recurso esencial de toda forma de creación. Sin embargo, lo que hasta el momento no ha sido objeto de estudio –o al menos yo no tengo constancia de ello– es cómo la literatura ha influido en la vida. No aludo a la influencia entre intelectuales o escritores que han hecho de ella su guía personal, ni siquiera a las personas que han tenido acceso a la escolarización o a la lectura, sino al mundo en general: me refiero a cómo la creación literaria ha modelado el mundo en que vivimos, los conceptos que pensamos, el lenguaje coloquial que utilizamos. Y sobre todo, me refiero a aquellos que no tuvieron ocasión de cultivarse académicamente pero que, de forma inconsciente, han asimilado la contribución de la literatura al crecimiento de la humanidad.
El caso más evidente de esta influencia, en pura lógica, es el del lenguaje, y el más solariego de todos los ejemplos, por cronología y extensión, es el de la Odisea de Homero. Pocos, incluso entre los lectores asiduos del mundo occidental, conocen de primera mano el texto del poeta épico, pero todos saben el significado de la palabra Odisea, que se utiliza en todas las lenguas cultas con el mismo significado que en español: viaje largo, o sucesión de peripecias. Lo mismo puede decirse del adjetivo dantesco: quien lo utilice no tiene por qué conocer La comedia de Dante, y ni siquiera a Dante mismo. Otro adjetivo de procedencia análoga, kafkiano (que se utiliza para calificar una situación absurda, pero también angustiosa), aún no está presente en el inglés, pero ya se utiliza en Francia, España y Portugal. Y en portugués, precisamente, existe el término celestina como sinónimo de alcoveteira, mientras que en España la palabra celestina ha sustituido casi por completo a casamentera, que prácticamente no se usa. Los ejemplos son innumerables en todos los países y todas las lenguas: en español, tartufo hace alusión a un hombre hipócrita y falso; donjuán se utiliza en inglés, francés o italiano con el mismo significado que en nuestro idioma, y si utilizamos el adjetivo quijote, en todo el mundo comprenderán que nos estamos refiriendo a un soñador, un idealista o un ingenuo.
La influencia de la literatura, sin embargo, no se limita a la aportación de un mayor o menor número de palabras cuyo significado proviene de autores, situaciones o personajes característicos y universalmente famosos, sino que también afecta a otros muchos aspectos de la vida. A la iconografía y a la memoria visual, por ejemplo –¿quién, en todo el planeta, no sería capaz de reconocer la espigada figura de don Quijote? ¿Quién no haría lo mismo con la de Sherlock Holmes?–, pero también a la industria del turismo o a la economía –¿cuántas casas de personajes imaginarios, como la de Romeo y Julieta, en Verona, están repartidas por el mundo?–. Y aun más allá, serán muchos los que desconozcan que numerosos países y regiones del continente americano, como Patagonia, California o Amazonia, deben sus nombres a las novelas de caballerías, a las que acudieron los conquistadores españoles en busca de inspiración para bautizar los territorios que iban encontrando[1].
A través de los tiempos, la humanidad ha otorgado a los escritores que forjaron el patrimonio universal de la literatura un trato en el que anida una profunda contradicción: por lo general, los ignoran mientras viven, pero luego, cuando su obra ha pasado a convertirse en algo propio, los celebran con un respeto casi sagrado que trasciende la creación artística. Siete ciudades griegas lucharon entre sí por atribuirse la natalidad de Homero; después de que Petrarca fuera coronado de laureles en Roma, en una ceremonia creada expresamente para él, casi todas las grandes ciudades de la Italia del Renacimiento lo invitaron a vivir entre sus muros, con todos los gastos pagados, sólo por tener el honor de que entre sus vecinos se encontrara el que estaba considerado como el mejor y más sabio poeta de todos los tiempos; en España, cada pocos años surge un investigador con una nueva teoría respecto a la localidad en que nació Cervantes, que según las distintas propuestas pudo venir al mundo en Alcalá de Henares, en Madrid, en Cataluña e incluso en una aldea de Zamora cercana a Puebla de Sanabria. En esta aldea, llamada Cervantes, precisamente, existe una larga tradición oral que sostiene que el escritor es natural de allí. Las razones de este tipo de leyendas no están del todo claras, y muy probablemente obedecerán a razones distintas en cada caso, pero es evidente que constituyen un esfuerzo honorable, por parte de personas humildes y ajenas por completo a la erudición y la intelectualidad, de sentirse parte activa de la literatura universal, a la que en muchos casos no pueden acceder y en otros no comprenden, pero de la que no quieren sentirse alejados.
Precisamente Cervantes es el protagonista de una de esas leyendas, conmovedora por cuanto se trata de una historia que ha nacido muy lejos del país de origen del autor español y ha sido fraguada por gentes sencillas que habitan otro territorio y manejan otra lengua. El escritor balcánico Ismail Kadaré afirma que hace ya muchos años, siglos, incluso, en las montañas albanesas se mantiene una tradición oral que asegura que Miguel de Cervantes no estuvo cautivo en Argelia, sino en Albania. En esos relatos se cuenta que en aquellos parajes había permanecido preso un famoso escritor español que, según los lugareños, analfabetos en su mayoría, se apellidaba Servat –o Servet, o Serivant, dependiendo del lugar de procedencia de la leyenda–. Kadaré llama la atención sobre el hecho de que el pirata mencionado por Cervantes en El Quijote se llame Arnaute Mami, sobre todo porque “arnaut” significa “albanés”, y se pregunta por la posibilidad de que Cervantes, efectivamente, hubiera estado preso en la costa albanesa, máxime si tenemos en cuenta que por aquellas fechas esa parte de Europa pertenecía territorialmente al Imperio Otomano y que el litoral albanomontenegrino estaba repleto de cuevas que fueron utilizadas como refugio de piratas desde los tiempos de Julio César.
La base histórica de esta leyenda es, evidentemente, muy endeble. Pero se trata de una leyenda construida siglos atrás por personas que eran en su mayoría analfabetas y no habían leído ni una sola página del Quijote, y a pesar de ello no quisieron permanecer ajenas a la fama de Cervantes, que junto a Shakespeare es el escritor más admirado e influyente del mundo. En palabras del propio Kadaré, “Tanto si esta historia es parcialmente verdadera como si no lo es en absoluto, su esencia es apasionante, por no decir sublime”. Y añade: “Es infrecuente para un escritor el que en un territorio distante miles de kilómetros de su país haya viejos analfabetos que conserven en su memoria su nombre y su destino”.
Es notorio que la creación artística mediante la palabra, lo que podríamos denominar “Literatura” con mayúsculas, ha ido formando un mundo paralelo, universal y ajeno a la misma obra literaria, un mundo que no conoce fronteras y que no puede ser aniquilado por ningún imperio, por ningún ejército, por ninguna ideología política y ni siquiera por el mayor tirano del hombre, que es el tiempo. Y a ese sentimiento universal no permanecen ajenos los marinos de Rodas, los pastores de Sanabria o los ancianos de Albania.
[1] Patagonia fue bautizada así en recuerdo del gigante Patagón, que aparece en el libro de caballerías Primaleón, atribuido a Francisco Vázquez. California, por su parte, proviene del nombre de la reina Califia, personaje de una de las secuelas del Amadís de Gaula.
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