Este martes se cumplen dos años del 1-O, la celebración tormentosa de la consulta independentista en Cataluña en la que la insidiosa tentativa ilegal que pretendía hacer añicos la Constitución se dio de bruces con la torpeza de un Gobierno que no fue capaz de planear una respuesta racional al episodio.
Todavía no se conoce quién dirigió a las fuerzas de seguridad del Estado aquel día, ya que nadie —ni el presidente Rajoy, ni la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, ni el ministro del Interior Juan Ignacio Zoido— ha querido cargar con la pesada carga de aquella disparatada responsabilidad, aunque ninguno de ellos puede eludirla, obviamente.
Y asimismo, estamos en vísperas de que el Tribunal Supremo publique la sentencia sobre aquellos sucesos, en los que la Fiscalía ha visto delitos de rebelión y la abogacía del Estado, de sedición.
Se da por seguro que la sentencia firmada por Manuel Marchena y seguramente dictada por unanimidad de los miembros del tribunal estará muy medida y bien argumentada, pero parece evidente que incluirá graves condenas, puesto que nueve de los doce inculpados por aquellos hechos están en prisión provisional desde hace casi dos años, lo que permite excluir que ahora se les absuelva.
Se pongan como se pongan los soberanistas, las infracciones penales tienen consecuencias en los estados de derecho.
El aniversario del 1-O y la inminencia de la sentencia han recalentado los ánimos y, como siempre sucede en estos casos, las posiciones más radicales se sobreponen a las más templadas.
Tanto es así que hemos asistido a un fenómeno insólito: la noticia de que el jueves pasado eran detenidos varios miembros de los CDRs —siete de ellos permanecen encarcelados— por habérseles detectado precursores de explosivos fue el desencadenante de una alocada protesta de miembros de los partidos democráticos contra lo que los más extremistas interpretaban como un intento perverso de la guardia civil de criminalizar el soberanismo.
Lamentable espectáculo de Torra
El espectáculo parlamentario de aquel día fue inquietante y paradójico a la vez: mientras Torra y la mayoría de los soberanistas de la cámara coreaban la palabra “libertad”, otros soberanistas, como el vicepresidente Pere Aragonés —sentado junto a Torra— miraban distraídos al techo con la boca cerrada—.
Lo cierto es que ese día la mayoría soberanista del Parlamento sacó adelante docenas de propuestas descabelladas, que recordaron a la fuerza las sesiones del 6 y el 7 de septiembre de 2017, cuando se aprobaron las leyes de desconexión y del referéndum, prolegómeno de la consulto que condujo irremisiblemente a aplicar el artículo 155 CE.
“El naufragio” de Cataluña
El relato que Lola García realiza en “El naufragio. La deconstrucción del sueño independentista”, una espléndida reconstrucción de aquella tragicomedia, debería quitarnos el sueño a todos los españoles de buena voluntad, que vemos cómo se reproducen ahora algunos de los tics más inquietantes de antaño: la pasada semana, un Parlamento enfebrecido y fuera de sí aprobaba una sarta de dislates que ofuscaban el Estado de Derecho y parecían ser el prólogo de nuevos desafueros.
Tras estas nuevas perturbaciones, el Gobierno ha hablado con rotundidad: hay disposición al diálogo pero se responderá con la debida firmeza a cualquier intento de violentar el Estatuto de Autonomía o la Constitución. Con proporcionalidad pero con la decisión de quien se imita a defender la Carta Magna y el interés genera.
Posibles indultos si hay normalización
En el supuesto de que se acepte el diálogo, no habrá, como es lógico, ni amnistía general ni indulto negociado, entre otras razones porque es constitucionalmente imposible que los haya. Lo que sí hay es disposición al entendimiento —el presidente del Gobierno en funciones lo ha repetido estos días con expresiva intensidad— dentro de la ley, que tiene márgenes muy amplios.
Y si ese proceso de normalización avanza y prospera, nada podría oponerse a que se apliquen las medias de gracia que la propia Constitución también prevé.
Pero que nadie cometa la torpeza de plantear este asunto a modo de transacción, porque de ningún modo puede ponerse precio al respeto a la ley ni a la cordura democrática.
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