Santiago Muñoz Machado, catedrático de Derecho Administrativo, ilustre polígrafo y director de la revista El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, publicaba el pasado día 11 de octubre un artículo en la prensa madrileña en el que auguraba que la independencia de Cataluña no se produciría, entre otras razones porque desde la Paz de Westfalia, las fronteras solo han variado mediante acuerdos o por alguna razón bélica, y no parece que nadie esté dispuesto a llevar el asunto a este terreno.
Ahora bien –continuaba diciendo el catedrático—, no sería saludable reducir tal declaración a un simple desahogo de los independentistas, con unos efectos meramente simbólicos. Entre otras razones porque el Estado ya ha desaparecido en buena parte de Cataluña, y bien pudiera ocurrir que, de proseguir las presiones de los soberanistas, terminara desapareciendo del todo, con lo que la independencia sería una realidad objetiva antes o después. En este caso, la reparación que ahora se procure no sería más que un aplazamiento.
La situación es –razonaba el articulista— de esta guisa: “El Estado lleva años diluyéndose allí, física y jurídicamente. Lo primero porque no tiene ni infraestructuras en las que refugiarse, como ha mostrado dramáticamente el reciente vagabundeo de las fuerzas de seguridad por los hoteles de la costa y los barcos de turismo usados como alojamientos subsidiarios. Lo segundo porque, desde hace también mucho tiempo, las resoluciones que adopta el Estado en materias de su competencia se cumplen o no según la libérrima voluntad del Gobierno de la Generalitat; lo mismo da que la fuente de la decisión sea el Tribunal Constitucional o que la resolución provenga de un modesto juzgado de instancia”.
En términos numéricos, hay un dato muy ilustrativo que corrobora la cuasi desaparición del Estado del Principado: la escasez de funcionarios públicos que mantiene la Administración Central. Según un artículo de Juan José Mateo (El País, 21 de octubre de 2017), “solo el 9% de los empleados públicos en Cataluña pertenecen a la Administración Central, frente al 16 % de la Comunidad Valenciana o el 19 % de Andalucía. La otra cara de la moneda es la Comunidad de Madrid, que llega al 39 % como producto de la capitalidad, que llena su principal ciudad de ministerios y empleados públicos. Mientras tanto, el músculo del Estado en Cataluña ha dejado de ser el de un peso pesado”. Y aportaba más datos: por una parte, “en los últimos 11 años, la Administración Central ha perdido más de 5.000 representantes en Cataluña, mientras que la Autonómica crecía en una proporción similar, según los datos del Boletín estadístico del personal al servicio de las Administraciones Públicas, que publica el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas”. Por otra parte, “en enero de 2009 había 6.565 representantes de los cuerpos de seguridad del Estado en Cataluña, frente a 15.310 de la policía autonómica catalana. En enero de 2017, la cifra de representantes estatales se había reducido a 5.958, mientras que la de los representantes autonómicos se había disparado hasta 17.049. La desproporción entre los dos conjuntos es tan grande que los refuerzos enviados a Cataluña para intervenir durante el referéndum ilegal del 1 de octubre —casi 6.000 profesionales desplazados— son insuficientes para equiparar ahora el número de efectivos”.
Todo lo cual, conduce a una conclusión: los tiempos nuevos que se avecinan deben caracterizarse por una reconstrucción del Estado en Cataluña, no de manera forzada sino haciendo efectiva la distribución competencial que realiza la propia Constitución en su título VIII y acuerdos posteriores jurídicamente consolidados. Asimismo, es preciso garantizar de una vez que las sentencias de los tribunales se cumplen también en Cataluña, cuestión que no ha quedado a veces demasiado clara (las conminaciones de los tribunales en lo concerniente a la Educación han sido frecuentemente ignoradas, ante la pasividad de Madrid que quería ahorrarse problemas o que necesitaba los apoyos de los nacionalistas). Y la advertencia de Muñoz Machado es clara en este aspecto: “Si la coacción legítima del Estado no se pone en duda, la arquitectura del sistema institucional en que se apoya nuestra convivencia no se resentirá. Si se ofrece resistencia y el Estado no se impone, quedará abatido en las zonas de su territorio donde esto ocurra. Estaremos en tal caso ante la emergencia de otro soberano”. De otra soberanía de facto. Que terminará siéndolo de iure antes o después.
En este punto es inevitable mencionar la inacción estatal en un asunto clave, que se ha remediado a las bravas al aplicar el artículo 155 y que se debe a una dolosa inhibición inexplicable: la creación por Cataluña de gran número de “Embajadas”, una acción claramente ilegal porque según la Constitución en vigor la competencia de las relaciones internacionales corresponde al Estado en exclusiva. Ocioso es recordar a las estas alturas que Romeva se presentaba en el extranjero como “Ministro de Asuntos Exteriores de Cataluña”, sin que nadie le pidiera cuentas al regreso. Durante años, así ha sido.
La reforma constitucional
Una vez revertida la situación, desactivada la tentativa de secesión y encarcelados sus principales promotores, parece necesario y urgente emprender la engorrosa pero necesaria tarea de reformar la Constitución, aunque con criterios mucho más claros y expeditivos que ante de la crisis.
Hubo, en efecto, un momento en que cupo la negociación con Cataluña –enmarcada inexorablemente en otra negociación multilateral más amplia— para dar satisfacción a determinadas reclamaciones catalanas que pudieran haberse visto con comprensión (por ejemplo, la concesión casi en exclusiva de todas las competencias educativas y culturales). Asimismo, en determinada coyuntura hubiera sido incluso posible plantear que Cataluña se beneficiase de un régimen de concierto y cupo, como el vasco, con determinadas garantías, que hubieran debido ser aceptadas por el resto de las CCAA. Pero ahora, una vez sucedido lo que acaba de ocurrir, la situación es muy distinta.
Mientras las reclamaciones catalanas se mantuvieron en el plano del debate político y en el marco constitucional, el resto del Estado aplicó el orteguiano criterio de la conllevancia para procurar el apaciguamiento de la comunidad autónoma, cuyos diputados en el Congreso seguían teniendo influencia numérica y política en Madrid. La voracidad catalana fue aceptada por los partidos como una predestinación inevitable con la que había que aprender a convivir. Y, de hecho, a medida que han ido arreciando las exigencias en los últimos tiempos, más frecuentes han sido los análisis y las reflexiones en el sentido de que procedía una reforma constitucional (la reforma del sistema de financiación, de la LOFCA, se suponía insuficiente) para encauzar las peticiones catalanas, en parte legítimas y en parte exageradas y demagógicas (tampoco han faltado los analistas, con el exministro José Borrell a la cabeza, que han denunciado lo desaforado e injusto de las exigencias más notorias, basadas en argumentos totalmente irreales y mendaces).
Pero los soberanistas, en el poder en Cataluña, han ido más allá, y lejos de agarrarse a este planteamiento generalizado, bien intencionado y pacífico, han optado por romper materialmente la baraja, arrojarse al monte, subvertir la legalidad y declarar inútilmente la independencia. En estas circunstancias, la reforma constitucional que atienda a las necesidades de actualización de una Carta Magna que va a cumplir cuarenta años siguen intactas, pero ningún ciudadano español en su sano juicio puede seguir pensando que hay alguna razón para atender reclamaciones catalanas no contrastadas o que no respeten los criterios de solidaridad, equidad, etc. que la Constitución contiene.
No se trata de aplicar represalias a la deslealtad de Cataluña, que en realidad es imputable a un conjunto de políticos desnortados que han organizado una inquietante opereta que nos ha situado a todos al borde del abismo y que ha perjudicado objetivamente a la sociedad catalana (el éxodo del tejido empresarial no es en buena medida reversible, y costará años recuperar la normalidad). Pero sí es preciso combatir en su terreno la demagogia y el populismo, de desterrar la posverdad como argumento, de dar a las singularidades el valor que tienen, de buscar pactos de convivencia sobre equilibrios objetivos y no sobre agravios subjetivos que se utilicen para comerciar. El constitucionalista Muñoz Machado lo ha escrito can claridad: “es más difícil hoy de lo que era hace unos años programar reformas, constitucionales y estatutarias, que reconozcan singularidades a la relación de Cataluña con el Estado que difieran del régimen común, es decir, formular reformas que recojan de forma concreta algún hecho diferencial catalán. Los demás territorios del Estado parecen estar menos dispuestos que nunca a aceptarlo. Es esta una de las consecuencias contrastadas de los intentos revolucionarios: si se alcanza el éxito se producirá un gran salto adelante, pero si se fracasa es casi seguro el retroceso”. Esta es exactamente la situación.
Comentarios