Política

Cataluña: soluciones transversales

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Los resultados electorales del 21D son inquietantes en casi todos los sentidos. Lo más intranquilizador es, desde luego, que el independentismo haya mantenido la mayoría absoluta, que lo sitúa en condiciones de gobernar la comunidad autónoma (conviene recordar esta literalidad: gobernar la comunidad autónoma, no interpretar la coyuntura al margen de la legalidad vigente). Frente a esta evidencia, el éxito pletórico de Ciudadanos, que ha conseguido encabezar claramente el ranking catalán con más del 25 % de los votos, queda relativizado en el análisis global. Como datos secundarios, pero no por ello menos trascendentes, hay que anotar el estancamiento del PSC, que ha equivocado el discurso al optar por una ambigüedad inoportuna cuando  era preciso hacer algunas definiciones, y el hundimiento de las otras dos formaciones estatales: el PP, que no ha conseguido salvar los muebles y se aboca a una grave crisis interna (sin contar con lo dramático que resulta su práctica desaparición en Cataluña), y Podemos, que en su alianza con los Comunes ha tenido que percibir en carne propia cómo el electorado rechaza el populismo ambiguo y desenfocado de un Iglesias que ha perdido hace tiempo el sentido de la orientación.

En cualquier caso, no perdamos la esperanza: cuando en un determinado territorio se enfrentan opciones irreconciliables entre sí, nunca unas elecciones pueden por sí solas generar la estabilización y la normalización. En el caso de Cataluña, el problema no proviene de que la mayoría política esté en manos de unos o de otros sino de que, con toda evidencia, existen dos comunidades, no muy diferentes en tamaño, que tiran del carro común en direcciones opuestas.

A la dificultad natural de gestionar estas situaciones se añade la tendencia democrática a mantener las inercias consolidadas: en las materias constituyentes, la modificación de un statu quo acordado solemne y legítimamente por la comunidad requiere mayorías muy cualificadas. No sería lógico alternar independencia y reintegración a cada cambio leve de la mayoría política.

Así las cosas, se entenderá que el viejo conflicto suscitado por el nacionalismo catalán tenga mal arreglo, al menos por las vías convencionales, lo que obligará a aguzar la imaginación, la generosidad y la inteligencia.

Ha recordado el provecto economista Juan Velarde en una publicación reciente que la Unión Europea nació gracias a la superación de los nacionalismos del Viejo Continente. En efecto, en un artículo de respuesta a unas declaraciones de Josep Rull en las que este auguraba, una vez más, gran prosperidad a una Cataluña independiente. Velarde, tras recordarle que semejante escisión la dejaría fuera de la UE y por lo tanto abierta apenas a un mercado muy pequeño, ha traído a colación el ejemplo integrador europeo.

Konrad Adenauer –explica el articulista- era un nacionalista renano; Robert Schuman, un nacionalista francés aunque que de origen germano-luxemburgués, asistió a la reintegración a Francia de Alsacia-Lorena tras la Segunda Guerra Mundial; y De Gásperi, en Austria, era hijo de un importante funcionario y él mismo era un legislador en el Parlamento de Viena, pero el nacionalismo italiano planteó su vinculación con la secesión de toda una región italo-austriaca que hacía posible la llegada de ese Imperio al mar.

Sin embargo, estos tres visionarios, padres de la unidad de Europa, entendieron perfectamente que las veleidades nacionalistas del Viejo Continente habían engendrado monstruos como Hitler y Mussolini, que desencadenaron una gran tragedia mundial, aderezada con un genocidio sin precedentes en la historia de la humanidad. No sería justo equiparar el nacionalsocialismo hitleriano con los nacionalismos románticos que abundan todavía en Europa y que son los dominantes en Cataluña, pero el germen malsano es idéntico: el nacionalismo prescinde de la magnanimidad que aportan el cosmopolitismo, la tolerancia y el respeto hacia el diferente, y sobre sus excesos se instala a menudo la tragedia. Y, en definitiva, Adenauer, Schuman y De Gasperi, apoyados por el socialista Spaak, engendraron primero el Benelux y más adelante acometieron la erección del Mercado Común, el proyecto más ambicioso que jamás había intentado Europa, y que hoy es una pletórica y exultante realidad.

En nuestro país, el nacionalismo catalán, victorioso de nuevo en las urnas catalanas, está cuarteando no sólo la integridad territorial del Estado sino la plenitud con que la sociedad española, no muy politizada hasta hace poco (dicho sea en su elogio), ha acometido en las últimas décadas la tarea de desarrollarse y progresar. Ni nuestra crisis es la Segunda Guerra Mundial ni España es Europa, pero parece evidente que la salida de este atolladero debería pasar por la mitigación del nacionalismo centrífugo –y también del nacionalismo centrípeto, español- y la consecución de un pacto integrador de convivencia que nos dé acomodo a todos en Cataluña y en España. Cuando alemanes y franceses (o británicos) han sido capaces de superar la brutal confrontación que mantuvieron, no cabe alegar dificultades a la hora de recomponer los puentes entre Cataluña y el resto del Estado, si se llega a la conclusión de que el enfrentamiento ha sido una  mala idea, por lo que es preciso iniciar un proceso inverso, que no sólo nos permita cerrar heridas sino que nos asegure la fraternidad futura. Porque el Mercado Común, después Comunidades Europeas, después Unión Europea, no sólo valió para recuperar la convivencia sino para asegurar que nunca más arderá Europa por el surgimiento de un volcán nacionalista.

Este planteamiento sólo tiene una dificultad: hay que encontrar a los Adenauer, Schumann, De Gasperi y Spaak… o nuestros políticos tiene que ponerse a su altura.

La mayoría nacionalista en Cataluña -70 escaños, incluyendo la decadente CUP- es incuestionable, pero no puede dejarse de hablarse de “empate técnico” cuando es patente que el nuevo gobierno no será mayoritario en votos: C’s+PSC+PP+Catcomú Podem suman 2.212.000 votos, frente a los 2.062.000 que obtienen JxCat, ERC y la CUP. Ninguna sorpresa para quienes pensamos que la cuestión catalana no puede resolverse por el procedimiento de que las tesis de una mitad se impongan a las de la otra mitad. De ahí que haya que ir pensando en soluciones imaginativas en una mesa de conversaciones y negociación. En soluciones transversales y de concentración.

Hay un modelo centroeuropeo que podría servirnos, que es el ‘consociacional’ ideado en los años sesenta por Arendt Lijphart, un politólogo holandés que buscó la fórmula para proporcionar estabilidad democrática a sociedades fuertemente divididas por elementos étnicos o religiosos (en la campaña y percampaña electorales sólo hemos visto citado a Lijphart una vez, en un artículo del director de la Editorial Debate, Miguel Aguilar). El modelo consiste en que los representantes de los diferentes grupos compartan el poder de modo que las minorías cuentan siempre con protecciones reforzadas. Es el modelo Borgen y, por supuesto, el de Irlanda del Norte, donde la solución al singular conflicto (más de 3.500 muertos) pasó por  la cogobernación del reverendo Ian Paysley, líder unionista del DUP, con el líder del Sinn Féin y antiguo comandante del IRA Martin McGuinness.

Aguilar sugería, basándose en este modelo, que formaran gobierno en Cataluña Arrimadas y Rovira. Parce una caricatura pero no lo es completamente: el futuro debería pasar por esta clase de acuerdos.

Quizá la idea de una reforma constitucional que alumbre un nuevo modelo de organización territorial de corte federalizante pueda valer para abrir algunas vías de futuro precisamente en esta dirección consociacional. Vías que muy probablemente son las más apetecidas por una ciudadanía a la que una vez más se ha presionado para que tomara partido entre vectores antagónicos, pero que con seguridad está, como casi siempre, por buscar la concordia.

Antonio Papell
Director de Analytiks

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