Tras el hundimiento de la URSS, la reclusión del marxismo en el reducto intelectual del análisis económico y el desprestigio de los totalitarismos de izquierdas que pueden fecharse con fundamento en 1989, con la caída del muro de Berlín, el presagio de Fukuyama tenía todo el sentido: el demoliberalismo democrático había dejado de tener enemigos y se impondría espontáneamente en todas partes, tras la culminación de un proceso depurado de racionalización económica y moral. 1989, para Fukuyama, al igual que lo fue 1806 después de la batalla de Jena para Hegel, muestra el fin de la historia, en el sentido del fin de la pluralidad de los regímenes políticos avanzados.
El mundo que dibujaba Fukuyama, ya sin conflictos, iba a ser tremendamente aburrido, como lo es la democracia misma cuando está bien engrasada: estas fueron sus palabras: “El fin de la historia será un tiempo muy triste. La lucha por el reconocimiento, la voluntad de arriesgar la vida de uno por un fin puramente abstracto, la lucha ideológica mundial que pone de manifiesto bravura, coraje, imaginación e idealismo serán reemplazados por cálculos económicos, la eterna solución de problemas técnicos, las preocupaciones acerca del medio ambiente y la satisfacción de demandas refinadas de los consumidores. En el período poshistórico no habrá arte ni filosofía, simplemente la perpetua vigilancia del museo de la historia humana. Puedo sentir en mí mismo y ver en otros que me rodean una profunda nostalgia por el tiempo en el cual existía la historia. Tal nostalgia de hecho continuará alimentando la competición y el conflicto incluso en el mundo post-histórico por algún tiempo. Aunque reconozco su inevitabilidad, tengo los sentimientos más ambivalentes para la civilización que ha sido creada en Europa desde 1945 con ramales en el Atlántico Norte y en Asia. Quizás esta misma perspectiva de siglos de aburrimiento en el fin de la historia servirá para hacer que la historia comience una vez más.” Hoy puede ya afirmarse que las cosas han ido por otro camino, ya que el “pensamiento único” predominante ha olvidado el humanismo y ha engendrado monstruos. El conflicto catalán es uno de ellos.
El modelo antagónico de los regímenes comunistas de economía planificada era la socialdemocracia, un concepto polisémico pero expresivo que fue asentándose con éxito tras la Segunda Guerra Mundial y que sirvió para la reconstrucción, tanto material como política e intelectual, de los países devastados por la mayor conflagración que ha conocido la humanidad hasta ahora. Y, como parece natural, aquel modelo, cuya eficiencia económica había quedado demostrada y que al mismo tiempo había conseguido edificar unos habitables estados de bienestar, fue expandiéndose y ganando terreno por sus propias virtudes. En aquella época, los regímenes llamados liberales, de centro-derecha, que competían con la socialdemocracia (y en algunos lugares con su versión confesional, la democracia cristiana), polemizaban sobre cuestiones secundarias –el tamaño del Estado y la presión fiscal— pero no ponían en riesgo los estados de bienestar.
Pero Occidente cayó en los años ochenta del pasado siglo en la trampa del neoliberalismo. De la mano de Margaret Thatcher (primera ministra británica entre 1979-1990) y de Ronald Reagan (presidente de los Estados Unidos entre 1981 y 1989), los fundamentos socialdemócratas se debilitaron por el surgimiento de una serie de axiomas ultraliberales, que se impusieron con incomprensible prestigio y redujeron a escombros las conquistas sociales y los equilibrios socioeconómicos que daban estabilidad al modelo.
Tales axiomas, denominados por Antón Costas “las viejas ideas”, eran básicamente tres (véase El fracaso de la modernidad democrática del referido autor): la primera fue la defensa de la desregulación financiera y de la libertad absoluta de los movimientos de capitales. Con las nuevas tecnologías, capaces de apartar toda la información, los mercados eran capaces de tomar las decisiones más eficientes, de forma que cualquier injerencia estatal estaba de más y era perturbadora. “De hecho –ha escrito Costas— el compromiso de los gobiernos con la libertad de movimientos de capitales pasó a ser el marchamo de la modernidad económica de los países. Era necesario tanto para incorporarse a las comunidades europeas como a la globalización gestionada por el FMI. Las reformas financieras de los noventa y la propia creación del euro respondieron a esta idea. La gran crisis financiera de 2008 destruyó esta creencia”. La constatación de tal fracaso fue hecha oportunamente por Obama, quien, en la medida de sus limitadas fuerzas, reconstruyó una parte de la regulación financiera para intentar impedir nuevos excesos como los que impulsaron el crash bancario (las hipotecas basura); sin embargo, Donald Trump ya se ha encargado de planear su contrarrevolución para desregular de nuevo, en una invitación a la especulación más despiadada y quién sabe si fraudulenta por parte de sus amigos ‘ricos’.
La segunda “idea vieja” fue la desregulación sistemática de los mercados de trabajo, basada en la tesis errónea de que la plena libertad de contratación y despido tendría el mágico efecto de proporcionar el pleno empleo, situación óptima en que cada trabajador percibiría un salario acorde con su productividad. Con independencia de que aquella tesis ultraliberal laminaba los derechos sociales de la clase trabajadora, conseguidos mediante la lucha sindical de siglos, los hechos han demostrado la falsedad de la tesis. Ahora mismo, estamos viendo cómo la recuperación económica no va a acompañada con un alza de salarios.
El tercer axioma, considerado pilar esencial de la modernidad y probablemente el más lesivo de todos, era la exaltación de la conducta financiera virtuosa de los gobiernos, que sería la base de la estabilidad macroeconómica. Es decir, que el equilibrio presupuestario, el déficit cero, unido a una deuda baja, constituye el desiderátum económico sean cuales sean las circunstancias. Evidentemente, esta exótica y dogmática proposición representaba –representa aún— el entierro de Keynes, que fue el teórico de la citada socialdemocracia que otorgó desarrollo y prosperidad a nuestros países.
Se ha podido ver que hasta que el BCE no se desvinculaba de este fanatismo ortodoxo, la crisis no empezaba a remitir. La aplicación estricta de la austeridad provocó la segunda gran crisis de la eurozona entre 2011 y 2014, que no cesó hasta que Mario Draghi impuso sus nuevos criterios expansivos, que permitieron a los países del Sur salir del pozo.
Pues bien: estos tres elementos de la contrarreforma económica neoliberal han sido los causantes de que el mundo liberal haya entrado en una inestabilidad indescriptible, causada básicamente por las nuevas incertidumbres introducidas, por la falta de una seguridad vital que permita la realización personal de la clase trabajadora, por la supresión de unos valores políticos –solidaridad, equidad, redistribución, igualdad de oportunidades—, por la deshumanización del debate público. En este país, por ejemplo, hemos aceptado acríticamente que las pensiones no deben revalorizarse con los precios, como hasta hace poco; estamos constatando que los jóvenes no tienen trabajo ni expectativas de tenerlo; los trabajadores ven con dolor como la crisis sólo ha servido para reducir sus salarios y sus derechos, sin que los cacareados vientos de recuperación les alcancen.
Pues bien: en este marco hemos podido ver cómo en Francia desaparecían literalmente del mapa los dos grandes partidos sobre los que ha cabalgado la política francesa desde 1945; cómo en el Reino Unido salía adelante la opción ácrata de salida de la Unión Europea, que en el fondo constituye una severísima admonición contra los valores y los criterios de la construcción europea; cómo en España el viejo bipartidismo, a punto de quebrarse, ha dado paso a nuevas opciones, entre ellas a una formación de derechas más moderna y a un potente populismo que repudia el régimen 1978; cómo en los Estados Unidos el establishment se ha desmoronado y ha alcanzado la presidencia un sujeto misógino, primario y autoritario, semianalfabeto y brutal, que está en las antípodas del refinamiento que suponíamos a la primera potencia de la tierra; cómo en Cataluña un agravio de índole material, vinculado a tensiones nacionalistas, ha adquirido proporciones inauditas y ha arrastrado a actuaciones prerrevolucionarias a masas de jóvenes que ni siquiera son nacionalistas, ni conocen bien la historia, pero que manifiestan su disconformidad con el statu quo que les mantiene postergados. Con ese 40% de desempleo juvenil, y con unas expectativas paupérrimas para las últimas generaciones, es muy fácil arrastrar a quienes tienen bien poco que perder hacia los perdederos de la demagogia, la violencia y el anarquismo.
¿Cómo podemos esperar que los ciudadanos vivan plácidamente la mediocridad política que se les exhibe, o que los más audaces no se afilien a la causa de quienes al menos tienen el arrojo de mostrarles alguna forma de utopía?
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