España es el escenario de la Conferencia sobre Cambio Climático COP25 porque Chile, que tras Uruguay es el segundo país más avanzado de Latinoamérica, ha tenido que renunciar a organizarla por los severos conflictos internos que se han desencadenado en las últimas semanas en el país. Lo cual ha puesto al descubierto un problema que quienes no estábamos suficientemente atentos no habíamos advertido: la dictadura militar, que fue durísima, queda ya lejos, pero el país que creíamos convertido en el milagro de Latinoamérica está todavía sometido al sistema socioeconómico peeverso que crearon Pinochet y sus cómplices, una verdadera aberración que Milton Friedman y sus Chicago Boys pusieron en práctica como si de un trabajo de laboratorio se tratara, sentados sobre las bayonetas del régimen autoritario. Sólo en Chile se ha experimentado hasta extremos tan audaces la teoría del estado mínimo, que, entre otras consecuencias, se ha dotado de un sistema de seguridad social de capitalización, que ha hecho de los pasivos chilenos una desesperada y estafada casta de desposeídos.
El ejemplo chileno sirve parabólicamente para explicar la situación española.
El caso de Chile
El concepto de desigualdad es evidentemente subjetivo pero hay formas de medirlo y si se toma como referencia el índice de Gini, que estima la distribución de los ingresos con un coeficiente que va de 0 —igualdad absoluta— a 1 —desigualdad absoluta—, la inequidad en Chile es de 0,454, según datos de la Cepal, lo que significa que está por debajo de la media latinoamericana, que es 0,466, y es bastante menor que la de países como México (0,504), Colombia (0,511) o Brasil (0,539).
Los únicos que son claramente más igualitarios son Uruguay (0,390) y El Salvador (0,399). Lo que ocurre es que en toda Latinoamérica la desigualdad es muy elevada (en la mayor parte de los países de la UE el índice Gini está por debajo de 0,30 —Islandia, que puede alardear de estar a la cabeza del mundo, tiene un índice de 0,241— y en España es del 0,345), y la resistencia de las sociedades a la desigualdad depende de los mecanismos de política social a las que puedan acogerse. En definitiva, el efecto perturbador de la inequidad depende del tamaño del Estado y de la capacidad de lo público para mitigar los efectos de las desigualdades. Y en Chile, donde el 1% de la población acumula la riqueza de cinco millones de trabajadores, el Estado es demasiado débil para salir en socorro de quienes tienen problemas de supervivencia, de las muchedumbres proletarizadas, que se han desprendido de la cada vez más adelgazada clase media.
Estefanía ha traído hace poco a colación una obra clásica de Albert Hirschman, Salida, voz y lealtad. Respuestas al deterioro de empresas, organizaciones y Estados, publicado en Stanford en 1970, una obra de eminente significado económico que sin embargo sirve a los sociólogos políticos para explicar respuestas colectivas ante una decepción, cuando cada sujeto se pregunta, en palabras de Estefanía, “¿me quedo donde estoy y no protesto? (lealtad), ¿alzo la voz aunque sea incómodo? (voz) o ¿me voy y abandono este sistema e intento encontrar otro? (salida)”.
Los chilenos, como gran parte de los latinoamericanos, han pasado de la voz a la acción, del grito a la reacción exasperada. Ha bastado la subida del precio de un popular medio de transporte para que la protesta sorda y contenida eclosionara y pusiera en peligro al sistema mismo. Lo ocurrido Chile ha sido descrito así por un profesor uruguayo, Javier E. Rodríguez Weber: “La cuestión no es tanto la desigualdad, sino el modelo de desarrollo que ha tenido Chile en las últimas décadas. Se trata de una forma de organizar la vida social en la que casi todo pasa por el mercado, y donde los sectores populares y medios viven con gran incertidumbre respecto a lo que les puede pasar si tienen mala suerte, por ejemplo, perdiendo el trabajo o enfermándose. También respecto de lo que les pasará cuando se jubilen y ya no puedan trabajar, o sobre si podrán pagar los créditos que toman para estudiar en la universidad. Si el ingreso crece al 5% o más, las cosas parecen funcionar y esos miedos no son graves, pero si crece al 3% o menos, todo cambia”. Quizá ahora el consenso político chileno tenga que acabar reconociendo la necesidad de dotar a los chilenos de más seguridad, de más estado. Algo que por supuesto no han hecho los liberales que gobiernan actualmente pero tampoco los socialistas que acaban de gobernar el país.
La crisis de Estado en España
España tiene también un serio problema de inequidad, que explica casi todos los síntomas que muestra nuestra enfermiza encarnadura. Este país acaba de experimentar una gravísima crisis económica –la que ha afectado a toda la globalización, agravada aquí por factores endógenos, como el estallido de la burbuja inmobiliaria— que ha deteriorado extraordinariamente el estado de bienestar de que disfrutábamos hasta 2007, y que era el que generaba unas expectativas sustancialmente atractivas y favorables para la inmensa mayor parte de la población. Habíamos casi vencido el desempleo crónico, con un paro registrado en dicho año del 8,57 (datos de la EPA) y la economía creció el 3,8% (una décima menos que en 2006). Minutos antes de la gran catástrofe, el vicepresidente segundo, Pedro Solbes, el gran visionario, aseguró al hacer públicos aquellos datos que la “fase de desaceleración” en la que está inmersa la economía española “será corta” y que “las dificultades económicas y sociales” que pueda producir “serán menores” gracias a que se han mejorado las bases y los fundamentos de la economía. Solbes aseguró que la actividad va a seguir registrando “crecimientos elevados” si “hacemos las cosas más o menos bien”, porque el potencial de crecimiento está ya, en su opinión, “más cerca del 3,5% que del 3%”.
Lo que sucedió después es bien conocido: el desempleo saltaba al 13,79% de la población activa en 2008, al 19,66% en 2009, al 25,77 en 2012, y al 23,70 en 2014, considerado último año de la crisis. El crecimiento se desplomó súbitamente: fue del 1,1% en 2008, de -3,8% en 2009 y de 0 -estancamiento- en 2010, año en que comenzó una dura recaída, que duró otros tres años: 2011 (-1%), 2012 (-2,9%) y 2012 (-1,7%). En 2014 crecimos ya al 1,4% y en 2015 pudo hablarse de franca recuperación (3,4%), al igual que en 2016 (3,3%), 2017 (3,1%) y 2018 (2,6%). Este año creceremos el 1,9%, a consecuencia de la generalizada ralentización.
La terapia utilizada en la lucha contra la crisis, primero por Zapatero y después por Rajoy, fue la de un profundo ajuste para combatir el déficit público y consiguientemente la deuda, que pasó del 35,8% del PIB en 2007 al 100,7% en 2014. Los recortes afectaron, como es lógico a los grandes servicios públicos, a los salarios de los funcionarios y a las prestaciones sociales, e incrementaron el malestar de una sociedad sumida en un desempleo inquietante, que superó con creces el 50% en el caso de los jóvenes.
En aquel escenario dramático, la desazón generó espontáneamente las grandes manifestaciones de la crisis, todavía en la etapa de Zapatero. El 15 de mayo de 2011 tuvo lugar la más grande, famosa y significativa manifestación en el centro de Madrid y de las grandes capitales, una constatación del fracaso del sistema –“no nos representan” fue el lema más coreado— y germen de las nuevas organizaciones que nacieron al socaire de la crisis, que cristalizaron en Podemos, que nació lógicamente como partido antisistema, aunque después modularía, maduraría y refinaría su posición. La situación era realmente dramática: los dos grandes partidos históricos estaban fracasando en el tratamiento de la crisis, y una generación entera enfrentaba el futuro sin expectativas. Todo cuanto se había dicho de un porvenir seguro y pletórico era mentira, y el país parecía abocarse hacia una desolación que nadie sabía combatir.
En aquella fosa, cavada por propia mano, quedó enterrado el bipartidismo imperfecto. En las elecciones europeas de 2014 y sobre todo en las generales de 2015 irrumpieron Podemos –una formación inicialmente transversal, que viró más tarde a babor— y Ciudadanos, como síntoma de que la ciudadanía repudiaba el viejo modelo y se disponía a intervenir activamente en la reconstrucción. Y este proceso nos ha deparado cuatro años de inestabilidad.
Una inestabilidad que no está injustificada porque no hemos corregido los problemas en absoluto, a pesar de que algunos datos macro puedan confundirse y confundirnos. Hoy, en efecto, hemos rebasado con creces el PIB de 2007, pero si en aquel año había 1.942.000 parados, los últimos datos de la EPA arrojan todavía 3.215.000.
La pobreza laboral en España
Además, ha surgido un fenómeno nuevo, la pobreza laboral: el 13% de los trabajadores españoles actuales, que tienen la suerte de disfrutar de un puesto de trabajo frente a esos millones de desempleados irredentos, vive por debajo del umbral de la pobreza, según los datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), un porcentaje muy superior a los promedios europeos. Eso significa que más de dos millones de trabajadores (casi dos millones y medio según Cáritas) no pueden sostener a sus familias con decoro. Y que, a consecuencia de este fenómeno y del paro insoportablemente alto todavía, hay que reconocer que gran parte de la clase media de este país se ha destruido y quienes la habitaban han decaído en la proletarización, en un estadio muy cercano a la miseria.
Con toda evidencia, en esta situación todavía torpemente desarbolada se basan el surgimiento de VOX —fruto de la desorientación del PP y sobre todo de Ciudadanos, un partido guiado por un visionario sin talla que no supo ser fiel a su propio destino—, la fragmentación creciente del arco parlamentario y la consiguiente inestabilidad política, que obliga a la búsqueda de coaliciones no siempre razonables por la polarización de las diferentes opciones, reacias a tender puentes con las contiguas.
Y es esta situación la que debe remediarse. Por decirlo en términos muy simples, es preciso estabilizar un gobierno que, partiendo de la recuperación macroeconómica conseguida, que es un soporte vital imprescindible, sea capaz de introducir el término ‘igualdad’ en las ecuaciones del desarrollo, como sugiere Piketty en sus análisis, que vienen a demostrar que el progreso es irreal si no cuenta con el consenso de las muchedumbres y si no avanza hacia situaciones de mayor equidad. Ya no se trata de proponer filantropía o sensibilidad social: sería suficiente con que los gestores de los recursos se dieran cuenta de que sus procesos productivos no funcionarán si no preservan un lugar para el humanismo en las cadenas de montaje.
En España, la pertenencia a Europa es un valor irrenunciable. Y ello nos obliga a acatar unas reglas de ortodoxia que no son tan estrictas como dicen los radicales más conservadores y que permiten perfectamente construir/mantener cómodos estados de bienestar. España tiene ahora que demostrar que es posible compatibilizar la ortodoxia con la recuperación para la democracia de las voluntades descarriadas. ¿Cómo? Edificando una sociedad más igualitaria, restableciendo una clara igualdad de oportunidades, combatiendo fiscalmente las causas de la desigualdad.
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