La dimisión de Aguirre de la presidencia del Partido Popular madrileño podría parecer una abdicación de la vieja política, fruto de un impulso ético y de la aceptación cabal de los principios y los procedimientos que postula la “nueva política”, que dicen aportar a la vida pública las organizaciones jóvenes que se han instalado en el Parlamento después dl 20D.
Sin embargo, es difícil creer que la razón de su marcha sea fruto de un imperativo moral: a Aguirre le han saltado los escándalos en las manos desde hace mucho tiempo, sin que haya habido hasta ahora tal reacción heroica. Por limitar el análisis a la ‘operación Púnica’, el momento apropiado de dimitir hubiera sido el de la detención, en octubre de 2014, a instancias del juez de la Audiencia Nacional Eloy Velasco, de varias docenas de políticos imputados del PP madrileño, entre ellos su antiguo secretario general, que también fue consejero de Presidencia en su gobierno autonómico de la comunidad de Madrid, Francisco Granados, y cuatro alcaldes populares de localidades de la región.
Aquel escándalo de grandes proporciones, que no fue el primero que protagonizó el entorno de Aguirre, no tuvo respuesta de la presidenta madrileña. Lo que lleva a pensar que su dimisión de ayer, con el pretexto de un registro policial en la sede del PP madrileño, no ha respondido a un objetivo filantrópico de regeneración política, sino a una maniobra encaminada a debilitar a su principal rival político, Mariano Rajoy, a quien ha señalado la puerta de salida. Nada hay que objetar a que cada cual oriente su quehacer público como le parezca, pero muchos ciudadanos no estamos dispuestos a permitir que se nos dé gato por liebre en estas lides en que la política se mezcla tan frecuentemente con la picaresca.
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