Felipe González conserva su lucidez y perspicacia de siempre, su habilidad para entender y expresar lo que necesita el país. Tubo estas cualidades le permitieron jugar un papel definitivo en la transición y, aunque como todos los gobernantes haya podido cometer errores, sigue teniendo la misma capacidad.
Por ello, en un momento de dificultades y de vacío, su opinión es más atractiva que nunca. Lo importante no es encontrar una fórmula estable de gobierno para salvar de algún modo la legislatura sino sacar adelante un gran programa de reformas que corrija los efectos destructivos de la crisis económica que hemos padecido y restaure el deteriorado estado de bienestar, ponga al día un marco institucional que se ha quedado antiguo por el paso del tiempo y la evolución de las creencias colectivas, contribuya a resolver el conflicto catalán e incorpore nuevos elementos traídos por la modernidad al sistema de relaciones sociales y políticas.
En las palabras de González se avanza lo que puede ser ese programa de reformas, a través de un resumen brillante de la hoja de ruta que deberíamos emprender cuanto antes. Las líneas maestras se centran en recomponer con criterios de sostenibilidad la cohesión social destruida a consecuencia de la crisis, restablecer la economía social de mercado, corregir las grandes desigualdades crónicas o sobrevenidas mediante una combinación equilibrada de competitividad y redistribución; dignificar el trabajo superando la precariedad, mejorando los salarios y vinculándolos a la productividad; recomponer el acceso universal a la sanidad; pactar una reforma educativa en general y de la Formación Profesional en particular; apoyar sin retórica la investigación y la innovación para incrementar la competitividad y generar empleos dignos y de calidad; federalizar nuestro modelo autonómico garantizando la descentralización y la financiación aunque “preservando el poder del Gobierno central como responsable de la igualdad de derechos y obligaciones de todos los ciudadanos”; reformar la ley electoral; y auspiciar la regeneración del sistema para luchar con contundencia contra las prácticas corruptas que se han vuelto estructurales en este país.
No se trata ahora de hacer ideología, simplemente porque ninguna opción de las mayoritarias encontrará objeciones a este conjunto de imperativos que resultarían obvios si nuestra situación democrática fuera normal. Porque no lo es en absoluto ya que estamos efectivamente al borde un periodo en el que hemos desarrollado hasta el límite el régimen democrático sin tomarnos la molestia de velar por su salud, de impulsar las correcciones de rumbo necesarias para mantenerlo en línea recta, de combatir sintomáticamente la derivas –en materia de igualdad, por ejemplo-y sin atacar debidamente la etiología sospechosa de la corrupción. Nunca debimos permitir, por ejemplo, que todo el aparato de poder de una comunidad autónoma como Valencia se degradara éticamente hasta los extremos que estamos observando hoy día sin intervenir con mano férrea, ya no policial y judicialmente sino también políticamente. Porque no es creíble la sorpresa que manifiestan Rajoy y su equipo cuando toda la porquería acumulada sale a la luz.
Es indudable que estamos ante un cambio de gran calado y que el 20D ha reflejado a través de las urnas una clara reacción social frente a un statu quo que ya no daba más de sí y que ha de ser recompuesto. No es tan importante quién gobierne –siempre que vayan a la reserva los responsables más directos del desaguisado- porque lo más relevante es poner en marcha la gran reforma que podemos denominar segunda transición. González ha aportado el catálogo de necesidades, muchas de las cuales son también abordadas por los programas reformistas del PSOE y de Ciudadanos, también con el acuerdo imprescindible del PP. Falta tan sólo, pues, establecer los debidos acuerdos y echar a andar. La manera de hacerlo depende, como es lógico de los actuales actores del nuestro escenario político, que aunque inquietante, supone una gran oportunidad, en la que no pueden ni deben resignarse a unas nuevas elecciones, que aplazarían el problema y significarían que los aludidos no son los adecuados para el reto.
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